Las anécdotas de una abuela triste

Capítulo VIII

Observé el suceso de una hora terminante, las agujas del reloj marcaban las tres y cincuenta y siete de la madrugada. Pensé: ¿Qué tan feliz puede ser una persona con un número, y que tan desgraciada se puede sentir otra por el júbilo de un ser que a gritos pide esparcirse en pequeñas moléculas que la conllevan a nada? Ella nunca imaginaría que ese día era la terminación de las anécdotas de una abuela triste que ahora era feliz. Todos en casa lloramos, mamá me dijo que fuera a la cama y tratara de olvidar. Mamá nunca tuvo tanta razón como la abuela, quizá porque ella cambio al amor por la buena genética. La seguí llorando toda la madrugada pensando en que extrañaría esas tardes ricas del país en las que acostumbraba a sentarse en su silla mecedora y solía ponerse a contarme los fragmentos de su historia. Sentí como si ya hubieran pasado siglos sin verla, y deseé tanto volver a poner atención a sus palabras, con esas ganas con las que le ponía inclinación al viento del poniente y a la aurora del nuevo día. Me acordé acongojada cual si acabara de escuchar su última frase - La independencia del alma es la fortuna - Como la vi, como si al verla aclararía lo dicho. Cuando terminé de recordar todo: su viejo cuerpo, sus nuevas arrugas y ese adiós sin despedida que me venía dando desde hace tiempo. Sentí en mi pecho un breve resquemor por lo egoísta que me estaba comportando al pensar en mi dolor y no en esa satisfacción suya de irse para probar sin suerte encontrar al abuelo. Entre lágrimas sonreí porque ahora ella dormida era inerte al dolor. Pensé entonces que quizá ahora 85 estaba en la línea del júbilo, pero la idea desapareció puesto que me acorde cuando hizo mención sobre el mundo después de la muerte en el que se encontraría con él. -No, eso no existe- Dijo, pero también dijo que quería apurarse para intentarlo. Y entre el sí y el no, la verdad y la ilusión, comprendí que ahora si era venturosa porque no era feliz ni triste, solo dormía. Su beatitud había alcanzado la exaltación humana simplemente porque ya no era una estatua sentada en la puerta extrañando a la nada. Esperé a que amaneciera, y mientras todos lloraban un cuerpo en vez de extrañar un alma hermosa, me fui a sentar tras de aquella puerta en donde me sentaba siempre a verla divagando entre flores y macetas viejas que creo que era más melancolía y tristeza, un recuerdo de lo que ya no se encontraba. Y aunque no estuviera ahí, lloré por vez primera frente a ella que ahora era recuerdo, y confesé a su memoria que había un amor que sentía, no el del joven apuesto, sino aquel que solo una vez pude decir a voz fuera, pero que nuca llegue a explicarle por qué no di función a lo que era real con él. Y eso se debía a que él no era atractivo físicamente, pero si hermoso por dentro. Se encontraba tan a distancia de mi lejanía, que yo no era el prototipo especial para él; porque un día le dije a la abuela que él no era bello, pero no le supe aclarar, que en cuestiones de almas y claveles yo era espantosa. Y le confesé que me había enamorado ciega y locamente, sin ningún aviso y fuera de pronóstico, tanto que sentí que había encontrado a alguien tan similar al abuelo. El primero lo tiene todo, y el otro ¿acaso tiene algo? No, no tiene nada y aun así estoy enamorada, pero no es cierto que lo merezca, y es por ello que ayer lo he dejado ir con las aves del mañana —Suspire diciendo. Y justo hoy que iba a contarte cuanto me duele el alma, te me vas haciendo que mis lágrimas corran solitarias. Estoy llorando por él, por el abuelo y por ti, ¿Por qué a quienes uno más quiere, en el justo momento en el que uno se da cuenta, no se les puede decir? Esa es una pregunta que desde hoy ya no me podrás contestar. Susurré acurrucada a su nada… Seguí llorando otro rato, hasta que sentí que un airecillo veloz me susurró ¡Ve por él, aún es tiempo! 88 Sonreí y tomé pronta valentía e idealice una historia al lado de mi amado y, queriendo, ¡quería con el corazón!, que cuando fuéramos grandes representáramos lo mismo que ese par de ancianos que pese a las adversidades de genética, terquedad y vejez tomaron la decisión correcta de seguirse amando inclusive después de la muerte. Y de alguna manera la tranquilidad toco mi alma, de un modo que solo el amor puede darte. Lo supe, al idealizar, que tendría esa guitarra vieja, esas macetas y ese poemario cursi con el amor verdadero ensamblado, porque yo siempre hablaría con la verdad. Entonces fue cuando el aire volvía a susurrar y entendí tan bien aquel poema del abuelo en el que decía que ese mismo aire le había musitado un: Ella es la indicada. Segundos después volví a sentir una vocecilla tremenda y otra enojada que le seguía 89 cuando la otra concluía: Él indicado no existe, pero si has de equivocarte aquel es perfecto. Jugué con mi imaginación, y pensé que entre el viento ocurría una tremenda pelea tras el reencuentro de dos enamorados que se agarraban a pelo suelto, porque uno se fue con el ideal del amor y sus mágicas promesas, y la otra con que el amor solo es una cuestión de coincidencias perfectas, sonreí, aunque quizá no era cierto ese reencuentro, tratándose quizá de la vaga ilusión de una pobre alma en duelo. ¡Bah! Pues poco me importo la cordura, seguí inclinándome a la idea, tal vez un poco terca y obstinada, pero bella, tanto que yo deseé de igual forma, en algún tiempo más a distancia, ser esa abuela que, por el poco interés de la buena genética, pudiese venir y contar los fragmentos de mis anécdotas que 90 dejan huella y lágrimas cuando se va de casa la protagonista.

 




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