Las anécdotas de una abuela triste

Carta III

La vi cuando iba por el pan, tenía ese semblante serio de quien no ha aprendido a amar... ¡Me enamoré!, fue como un suspiro que el viento me susurró al oído dándome la señal, la llegada de quien pinta sonrisas desde el poniente hasta el fehaciente de mi alma. Solo recuerdo las ganas que tenía de comprarle una flor, no de esas que se mueren a la semana por más que la cuides, sino más bien de aquellas que con un poco de sol, el abrazo de la tierra y la brisa de la madrugada, te obsequian, en el cálido amor de la naturaleza, más y más. ¡No tenía dinero! Apenas si había comido esa mañana porque mamá me había echado de la casa porque no quería estudiar. Me pasé dos semanas decidiendo la táctica del cazador hacía la borreguita, todo lo que tenía que esperar era que esta cayera en la trampa. De pronto, se me vino la ocurrencia de observarme al 94 espejo, y me di cuenta que no era la misma caza, ¡el cazador salió cazado!, yo era feo y ella prefería a los tontos guapos. ¡Ay me dolió el corazón!, pero vine a verme el alma y no estaba tan manchada. Me mandaste a la fregada, ¡a vos que te importaba!, pero entre no y no me amaste porque tu alma era blanda, entonces el sol me dio la señal, vos eras la indicada, y desde ese día hasta hoy no dejo de darle gracias a la clara luz del alba que provoco el beso, que desenlazo la caricia y que esta a su vez nos descubrió el amor en esa parte inhóspita e inmensurable de tu alma y mi ser.

 

 




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