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Sobre la parrilla se asaban cinco grandes trozos de carne, y en la mesa el bol de guacamole incitaba a tomar un totopo del otro tazón para clavarlo en la mezcla de aguacate, tomate, cebolla y vinagre, y después llevarse ese triángulo de tortilla frita a la boca, cerrar los ojos y disfrutar de la dicha de estar vivo. Pero consideré que aquello sería una desfachatez de mi parte así que puse mis manos bajo la mesa para evitar cualquier tentación.
Chuy se había sentado de medio lado para poder ponerse de pie en cualquier momento y con las tenazas de parrillero, especiales para él, dar vuelta a los cortes finos como sólo un regiomontano podía hacerlo.
Nadie tocaba aún el guacamole. Tomé una tortilla suave del paquete al centro de la mesa y luego una salchicha asada de la vasija donde aguardaban los primeros pedazos de carne asada. Me hice un taco.
Blanca nos contaba sobre el negocio que emprendería con un amigo suyo de Colombia. Atentas la escuchaban Celia y Alma, las dos mejores amigas pese a su diferencia de edad, porque en serio, ellas dos bien podrían ser madre e hija. La única que se mostraba algo ausente era Nani, porque incluso la esposa de Chuy tuviera que vigilar a su pequeña hija, parecía muy atenta también a lo que nuestra anfitriona de esa tarde decía. De hecho le preguntó sobre lo difícil que llegaría a ser la relación laboral tomando en cuenta las distancias. Confiada, Blanca respondió que ese detalle ya estaba cubierto.
Tal como dije, Chuy se puso de pie, descolgó las pinzas de la bisagra del asador y comenzó a darle vuelta a los cortes. Una ligera pantalla de humo blanco se levantó llenando el ambiente de un olor que todos los norteños amamos sin excepción. Di una mordida a mi taco de salchicha.
Yo estaba un ojo al gato y el otro al garabato, poniendo atención a todos los detalles, como si alguna fuerza sobrenatural me obligara a tomar nota mental de todo lo que pasara en mi día a día. Así que tanto analizaba lo que Blanca decía, como notaba el patrón que Chuy seguía a la hora de voltear los bistecs, veía a la niña jugar a pocos metros de nosotros en aquel enorme patio, y sabía que Nani tenía la cabeza en Saturno.
La futura emprendedora comenzó a hablarnos del chico que sería su asistente, se trataba de un muchacho de apenas veintitantos años, delgado, cabello largo, lacio y negro, con finta de emo, vaya, y obsesionado con el anime y el cosplay. Blanca también mencionó a la novia de su asistente. Maldito suertudo, dije a mis adentros, porque la novia, casi esposa, de ese wey era una reconocida cosplayer que además realizaba sesiones de fotos usando lencería friki.
—Cómo se puso tan de moda eso, ¿verdad? —dijo Alma.
—Sí, ya no sólo los niños ven caricaturas y coleccionan juguetes.
Respondió Blanca mientras se servía un vaso de refresco.
—Se ve que se divierten, que se la pasan muy bien —continuó.
—Pues la neta, sí —dije.
—Es otra onda eso, el tener amigos a los que les gustan las mismas caricaturas, las mismas series, películas, y que entienden todas las referencias. Sí, es otro pedo —seguí, visiblemente emocionado, pues de todos los reunidos ahí yo era el otaku.
Chuy tal vez se habría visto Shingeki no kyojin, Elfen lied, o Another, pero eso no lo hacía un friki, pues esos son animes que le gustan hasta a alguien que toda su vida haya sido ajeno a la animación japonesa más allá de Dragon ball o Caballeros del zodiaco. Hasta Celia había visto Sailor moon y Candy Candy, y Alma alguna película de Estudios Ghibli como El viaje de Chihiro o El castillo ambulante. Blanca obviamente sabía de Pokemon por su sobrino pequeño.
Entonces, aunque todos los presentes supieran lo que es la industria de la animación japonesa, ninguno era un pinche friki como yo, que iba a las convenciones, que veía mucho anime, leía mangas y novelas ligeras, que escribía intentos de novelas ligeras y que, sí, se disfrazaba de algún personaje ficticio de vez en cuando. No, no se dice disfrazarse, se dice hacer cosplay.
2
—Ah, por cierto, Santiago, ya me van a llegar los tomos dos y tres de Toradora.
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Editado: 15.02.2019