Las Cadenas

La mujer de las cadenas

Hace tres meses nos mudamos en esta casa execrable. Juan Andrés: mi padre, aun viviendo en este pueblo maldito y conociendo su historia la compró, supongo que buscaba ahorrarse algunos pesos.

—A veces sale más cara la sal que el chivo —decía en ocasiones mamá abuela, como extrañaba sus historias de terror, sus cuentos cómicos y su sapiencia, aun pensaba que ella lo sabía todo. La echaba bastante de menos: a ella, a mis tías, a mis primos… y sobre todo; a mi pequeño hermanito.

A él… a él jamás lo volveremos a ver, no volverá a llenar el patio de excremento, no volverá a llorar, no volverá a jugar conmigo… los pensamientos se me hacen un manantial de agua salitre y siento como los ojos se inundan de tétricas perlas, que no puedo canjear por juguetes. Los muelles; rieles por donde transitan la máquina de mi tristeza, el tractor de mis lágrimas, son surcos roído por mi aflicción, un canal de riego construido por mis constantes pesadillas. Yo no pude ayudarlo, no estuve allí.     

Cada noche desde ese día escucho unos ruidos aterradores, unos llantos, unos que nadie más es capaz de escuchar. Un sonido metálico de muchas cadenas arrastrada sobre el árido suelo. Provienen de las profundidades del inmenso cañaveral, son como el lamento de cien mil cisne que se alejan para morir, es insoportable el sopor de su falso dolor, es una voz inclemente, una pidiendo ayuda, es una arpía malévola llena de felonía e inconciencia. Ella busca socavar en cruel letargo la vida de los infantes en un ritual demoniaco, sus gritos me causan pavor, consternación y miedo.

Cada día despierto angustiado por causa de esa tormentosa sonata. Empieza antes del cacareo de los gallos. Inmediatamente el reloj marca las tres de las mañanas. Ahora soy un noctámbulo, sufro de insomnio, dolores de cabeza, he bajado de peso, perdido el apetito y he empezado a ver a los muertos.

Tengo 14 abriles: papi y mami dicen que estoy muy grande para dormir con ellos. Ellos tampoco creen lo que digo. Le dije que no podíamos mudarnos en la casa 36 antes de conocerla, que estaba maldita, aquí estamos, aún seguimos acá, incluso después de lo ocurrido.

Ellos piensan que está vivo, que todavía anda perdido entre los grandes valles y pequeñas colinas, que alguien lo encontrará, lo traerá a la casa, incluso después de estos tres largos meses y que todo volverá a ser lo mismo. Sin embargo, yo sé que nada será como antes de la desaparición de mi hermano, porque el esta muerto.  

Asael murió casi esa misma noche en que desapareció. Las cadenas los encontraron y lo arrastraron a la profundidad del cañaveral, debajo del árbol de campeche, donde hay una cruz con su nombre: Josefina Carmona de Caseres. Lo he visto, lo he escuchado… él también me pide ayuda. Pero esta con ella: la mujer de las cadenas.

Ella lo mimaba, apapachaba y lo besaba con mucho amor. El gritaba llamándonos, llamando a papi y mami, a mí incluso a la abuela.

—No llore mi amor mami está aquí.

—Usted no es mi mamá.

—No vez que eso me parte el corazón —con una voz melancólica que causa escalofrío, eriza la piel y azula sollozo.

—Usted no es mi madre, mi madre se llama Carina, déjeme ir por favor.

—¿De verdad?

—Sí — asintió mi hermano abatido por la tristeza y con sus ojitos como dos cascadas sin fondo.

La mujer del vestido de cadenas lo miró meticulosamente, con su terrorífico aspecto de un cuerpo sin vida, pálido; sus ojos casi salidos, bizco; sus hombros mal formado, tuñecos; su cabeza estrambótica como salida de su cuello, casi decapitada, sus brazos caído, inertes; su espalda encorvada y jorobada daba a entender que tenía una ciática.

El mal olor de su boca enfermaba, producía fiebre y sudoraciones; sus dientes ennegrecidos y rojizos. Ella parecía tener rabia, babeaba demasiado un líquido rojo; su pelo tranzado desde el olvido como leontina oxidada del reloj llegaba a sus tobillos y barría el suelo: salvaje, sucio, muy sucio, lleno de insectos y tierra. Al verla era difícil distinguir si era un fantasma o el cuerpo poseído de la difunta, posiblemente ambas.

—Este, este tampoco es mi hijo —gimoteó  la endiablada señora con su vestido aherrumbrado construido en hilera de cadenas, que ningún ser vivo podría cargar por lo pesado.

 La afirmación de mi hermano, aquel sí que vociferó aun hacía eco. Esas fue su última palabra antes de sellarle sus labios. Ella lo soltó y le dijo: —corre por tu vida todo lo que pueda, sólo así te salvará— Él lo hizo, corrió todo lo que pudo mientras gritaba; sin embargo, como la luna había perdido el habla. Su lengua era prisionera del mutismo, sus labios victima de una afasia, su vocabulario se hizo amnésico, sus pensamientos no eran capaz de musitar una plegaria, ni siquiera lograba carraspear un simple monosílabo o una onomatopeya. Tal vez su afonía fue producto de un esfuerzo desmesurado por llorar y pedir ayuda, por eso seguro tenía las cuerdas vocales atrofiada. Sus dientes titiritaban en silencio por la hipotermia de su frialdad.

Las cadenas parecían tener vida propia y se extendían del vestido de la señora como una estampida de serpiente. Asael corrió tanto como pudo hasta casi salir del cañaveral. Fue cuando le enredaron del tobillo y lo halaron hacia el abismo.

Un tararí escuchó; las cadenas enredándose del campeche y sobre el cuello de Asael, lo suben hasta no tocar el suelo ni empinado. Él trata de zapatearse, patalea y muere ahorcado; entonces su cuerpo muerto cae al suelo.

Estas quimeras demoniacas las veía en mis noches. Ellas marchitaron mis sueños lúcidos, lo convirtieron en crueles pesadillas. Se introdujeron en mis sueños, se volvieron recurrentes calamidades ilusorias, no me dejaban dormir; sin embargo, eran el auténtico reflejo de lo que había pasado en realidad.

Hace tres meses desde aquella tarde; nos habían preparado una fiesta de bienvenida. Mi hermanito estaba sentando en el patio, lejos de la multitud. Yo hablaba con Mary una prima mía. Entonces dos demonios llegaron, de 16 y 17 años tomándole a la fuerza, montándolo sobre el lomo de sangriento: un caballo negro y rabioso, arriando hacía donde el sol tiene su cama y se acuesta a dormir cada atardecer, perdiéndose en el olvido de la distancia, donde mi hermano sería incapaz de recordar el camino de regreso. Ellos se lo llevaron en contra de su voluntad, a modo de broma y lo dejaron botado durante las horas crepusculares.




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