Las canciones que no te dediqué

Prólogo.

Si hay algo que nadie debería hacer el primer día de universidad es llegar acompañada de dos padres en chanclas tejidas que cantan mantras y reparten abrazos como si fueran galletitas.

Yo lo hice.

Bueno… técnicamente ellos lo hicieron. Yo solo estaba ahí, intentando pasar desapercibida mientras mi padre alzaba las manos al sol y decía:

—¡Qué hermosa energía, Bee! ¡Siento que este campus es un chakra abierto!

Y mi madre asentía con los ojos cerrados, como si estuviera recibiendo señales cósmicas de las paredes de ladrillo.

Yo sonreí con cara de no los conozco, se los juro. Spoiler: no funcionó.

Las miradas me perseguían. No ayudaba nada mi outfit, recién traído de la India: vestido de algodón blanco con bordados y sandalias hechas a mano. Todos a mi alrededor parecían sacados de un catálogo universitario moderno: jeans ajustados, mochilas negras, celulares pegados a la cara. Yo cargaba una canasta de mimbre que hacía las veces de bolso. Sí, una canasta. Mi madre decía que guardaba la vibración del bambú. Yo decía que era una trampa mortal. Y adivinen quién tenía razón.

Estaba en la fila de recepción cuando ocurrió. El crack fue suave, casi elegante. Luego, el desastre: mi canasta se desfondó y mis cosas rodaron por el suelo. Ropa interior, maquillaje, medias. Todo expuesto bajo la luz cruel de las lámparas fluorescentes.

—No, no, no… —murmuré agachándome a toda velocidad, como si mis manos pudieran tapar la vergüenza.

—Se te cayó...

Escuche la voz de un muchacho, en realidad, vi primero sus zapatos. Y podía jurar que mi rostro evocaba todos los tonos de rojo posible cuando colocó mi sostén negro sobre mi mano.

—Gracias —respondí, bajando la voz tres tonos. Quería morir.

Me puse de pie, alisando mi vestido. Y mis ojos azules finalmente se enfocaron en el muchacho: Era un chico alto, de lentes, expresión amable.

—Soy Klaus —añadió, ofreciéndome su mochila. —Puedes usarla. Parece que tu… canasta no sobrevivió al viaje.

Quise aclararle que no era mía, que era un invento de mi madre. Pero solo atiné a tomar la mochila y agradecerle otra vez. Ni siquiera le dije mi nombre, me di la vuelta como si él no existiera y me quedé mirando a la secretaria que repartía los papeles con la información de los dormitorios del campus que le tocaba a cada uno como si quisiera que todos nosotros desapareciéramos.

Detrás de mí, mi madre recogía los pedacitos de mimbre como si fueran reliquias y murmuraba:

—Tranquila, Bee. Lo voy a arreglar. Esto se cose fácil.

Yo no estaba tan segura.

Finalmente pude registrarme, y mis padres decidieron que era una excelente idea acompañarme a mi dormitorio. Si lo miraba desde fuera, era una escena cómica: Una muchacha bajita con el cabello largo y negro cual Morticia Addams, seguida de dos personas que parecían sacadas de un cuento de fantasía... o de terror.

Apenas al entrar, la habitación del campus no tardó en convertirse en un ritual improvisado. Mi padre sacó un atado de hierbas secas, lo encendió y comenzó a sahumar cantando en nepalí. El humo llenó el cuarto como si hubiéramos invocado un dragón. Yo abrí la ventana de golpe para no morir intoxicada.

—Papá, por favor —tosí—. No quiero que piensen que estoy quemando la habitación el primer día.

—Es para limpiar las malas energías —respondió con solemnidad.

Mientras tanto, mi madre se había sentado en la cama, y cosía la canasta rota con aguja e hilo, como si fuera a presentarla en un museo. Y yo, intentando salvar lo poco de dignidad que me quedaba, comencé a sacar las cosas de la mochila del tal Klaus, para devolvérsela después, pero cuando tomé mi neceser de maquillaje… me di cuenta que mi base se había explotado probablemente cuando la canasta de mimbre se desfondó. Una pasta beige me cubría la mano entera.

La puerta se abrió, revelando a la que creía era mi nueva compañera de cuarto. Rubia, altísima, con una sonrisa brillante.

—¡Hola! —dijo, entrando con entusiasmo.

Yo, en mi infinita torpeza, extendí la mano empapada de maquillaje para saludarla. Ella arqueó una ceja y, en lugar de apartarse horrorizada, me tomó de la muñeca y sonrió.

—Me llamo Lisa —se presentó—. Encantada.

—Phoebe —me forcé a sonreír—. Pero todos me dicen Bee.

—¿Bee? ¡Me encanta! ¡Es muy original!

Sus ojos se detuvieron en el par de seres que se movían por la habitación hablando otro idioma, mientras uno sahumaba, el otro hacía una pequeña danza.

Me aclaré la garganta, pasándome la mano por el cabello.

—Mamá... papá... Creo que ya es hora de que... —hice un gesto hacia la puerta "disimuladamente."

—¡Oh, sí, claro, cariño! —chilló Luna, plantándome dos besos en las mejillas y apretándolas un poco— Nos quedaremos en la ciudad por unas semanas, queremos estar pendientes de ti por si necesitas algo.

Asentí, dándole unas palmaditas en la espalda cuando envolvió sus brazos alrededor de mi cuerpo en un abrazo asfixiante.




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