Las canciones que no te dediqué

CAPÍTULO 20:

~~~~Nick🎸

Había estado tan cansado que ni siquiera recordaba cómo me había quedado dormido.

Creo que me desmayé.

Literalmente.

Había llegado a mi casa después del ensayo, dejé la guitarra en algún lugar, me quité las botas mientras caminaba —una probablemente quedó en la cocina, la otra en el pasillo— y mi cerebro decidió apagarse como un teléfono viejo.

Y hablando de teléfonos…

El mío también había muerto.

Sin batería. Sin avisar. Sin preguntarme si me parecía buena idea desconectarme del mundo.

Traidor.

Desperté al día siguiente con un dolor en los hombros que parecía una queja formal de mi cuerpo.

Me pasé la mano por la cara, gruñí y vi a Ragnar durmiendo patas arriba, como si la vida no fuera una absoluta pesadilla.

—Ojalá ser tú —le dije.

Él ni se inmutó. Claro.

Pasé media mañana en modo zombie y luego me fui al estudio, donde llevaba toda la semana.

Mis dedos ardían, mis muñecas dolían. Ya había tocado “Static Dreams” tantas veces que si alguien me obligaba a hacer otro riff, probablemente renunciaría para convertirme en panadero.

Aún así seguí. Porque así era la vida de un músico: tocar hasta que el alma se te cayera del cuerpo.

Cherry no estaba —gracias al cielo—, así que al menos no tenía a alguien regañándome cada tres minutos.

Scott y Patrick habían vuelto del partido de básquet y se habían pasado toda la mañana gritando cada jugada como si todavía estuvieran en el estadio.

Yo intentaba mantenerme concentrado.

Intentaba.

Ahí estaba, tocando una parte del nuevo disco, cuando Dean entró al estudio con su manera dramática habitual de existir. Seguido por Cherry. Porque, al parecer, había celebrado su ausencia demasiado rápido.

—Chicos… —hizo una pausa.

Siempre hacía ese suspenso innecesario. Quería golpearlo con un amplificador.

—¿Qué pasa? —pregunté, ya preparándome mentalmente para algún incendio.

—Están nominados.

Silencio.

Los tres nos quedamos congelados.

—¿Nominados a qué? —preguntó Scott, con la voz tan aguda que me sorprendió que no se rompiera un vidrio.

Dean sonrió.

—A LOS PREMIOS. A los grandes. A los importantes. A los que te cambian la carrera —anunció—. ¡Midnight Noise está nominado a un Grammy!

Hubo un segundo irreal.

Y luego...

—¡NOOO JODAASSS! —gritó Patrick.

Scott se lanzó encima de mí, Dean gritó que no lo aplastáramos, yo creo que grité “¿QUIÉN ES EL MEJOR? ¡YO! ¡YO!” porque mi ego decidió celebrarlo.

Fue un desastre hermoso.

Terminamos comprando pizzas, cervezas, y dos bolsas de papas gigantes.

El tipo que trabajaba en la pizzería ni se sorprendió cuando le pedimos cuatro cajas para tres personas. Probablemente estaba harto de nosotros.

Llegamos a mi apartamento, prendí las luces, Ragnar salió corriendo porque ese animal detestaba las visitas. En algo nos parecíamos.

Scott encendió la televisión para buscar música, Patrick abrió las cervezas, Dean nos dio un discurso motivacional que nadie escuchó realmente.

Yo conecté mi teléfono al cargador por primera vez desde… ¿ayer? ¿anteayer? No sabía. El tiempo era un mito.

Y entonces pasó.

El teléfono se prendió.

Vibró.

Y vibró.

Y vibró.

Y VIBRÓ.

Era como si estuviera siendo poseído.

—¿Qué demonios…? —murmuré.

Notificaciones.
Cientos.
Llamadas perdidas.
Mensajes.
Alertas.
Tweets.
Mensajes privados.
Mensajes del grupo familiar (eso ya era grave).

—Ey, Nick —dijo Scott desde el sillón, con un tono extraño—. ¿Ya viste…?

Levanté la vista.

La pantalla del televisor había dejado de mostrar YouTube.

Ahora mostraba un canal de espectáculos.

Y ahí.

Ahí.

En el centro de la imagen.

Estaba Bee.

Mi Bee.

Con Lisa, saliendo de un club. Luces,
flashazos, gente empujándolas, paparazzis gritándoles en la cara, y los guardias intentando contener a la multitud.

Bee retrocediendo, asustada, Lisa agarrándola del brazo.

Y luego, un micrófono prácticamente metido en su boca:




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