La mañana llegó demasiado rápido. Fabián se despertó en medio de la penumbra, abrazado a la libreta de su madre, como si con ello pudiera conservar algo de ella a su lado. Había dormido apenas unas horas, y su cuerpo se sentía pesado, cargado de una tristeza que el sueño no había podido aliviar.
Durante el desayuno, su vista se posaba en el rincón donde su madre solía sentarse cada mañana con una taza de café entre las manos. Ahora, ese espacio parecía un vacío dentro del vacío. Sin saber muy bien por qué, sintió un impulso incontrolable de volver al estudio, de refugiarse en aquel lugar donde, aunque ya no estuviera, su presencia seguía tan viva.
Cuando entró, la libreta lo esperaba en el escritorio, abierta en la página de la carta que había escrito la noche anterior. Fabián se sentó, tomó el bolígrafo y comenzó a escribir de nuevo, como si fuera lo más natural. Era casi una necesidad.
Segunda Carta
Mamá,
No estoy seguro de por qué sigo escribiéndote. No sé si esto es un intento de aferrarme a ti o una manera de no perderme a mí mismo. Solo sé que escribirte, como si pudieras leer estas palabras, me da un poco de paz, aunque sea efímera.
He estado pensando mucho en cuando era niño, cuando me decías que podía hablarte de cualquier cosa, que siempre estarías allí para escucharme, sin importar lo que fuera. Me acuerdo de las veces que llegaba a casa después de un día difícil y tú siempre sabías cuando algo andaba mal, aunque yo no dijera una palabra. Era como si pudieras leerme, como si nuestras mentes estuvieran conectadas.
Hay un recuerdo que vuelve a mí, uno que hace que mi pecho se sienta más pesado. Tal vez me duele recordarlo porque fue una de esas veces en las que sentí de verdad que solo tú podías entenderme. Yo tenía nueve años, y acababa de pelear con uno de mis amigos en el colegio. Llegué a casa furioso, pero también triste. Sentía que, en un solo momento, todo lo que pensaba que sabía sobre la amistad se había roto. Me encerré en mi cuarto, incapaz de explicarte lo que sentía.
Recuerdo que entraste y te sentaste junto a mí. No dijiste nada al principio, solo me pasaste una pequeña libreta que habías traído contigo. Me dijiste que escribiera lo que sentía, que escribiera lo primero que se me viniera a la mente. Me explicaste que a veces, cuando no sabemos cómo decir algo, escribirlo nos ayuda a entenderlo, como si las palabras nos mostraran el camino.
En ese momento no comprendí del todo lo que me querías decir, pero te obedecí. Escribí sobre mi enojo, sobre la traición que sentía, y sobre el miedo de no volver a tener un amigo verdadero. Al final, cuando terminaste de leer lo que había escrito, me abrazaste y me dijiste que no debía tener miedo, que las personas iban y venían, pero que el amor que uno guardaba por ellas, ese siempre podía quedarse.
Tal vez por eso estoy aquí ahora, escribiéndote. Porque de alguna forma creo que, si te escribo, podré sentir que aún sigues aquí, que ese amor que guardabas para mí aún puede quedarse conmigo, aunque ya no estés.
A veces pienso que tal vez debería ser más fuerte, que debería aprender a enfrentar esto solo. Pero ahora que ya no tengo tu abrazo para refugiarme, no sé cómo llenar el vacío que has dejado, mamá. Me siento pequeño, perdido, y como cuando era niño, lo único que quiero es que me digas que todo estará bien.
Con todo el amor y el dolor de siempre,
Fabián
Al terminar la carta, Fabián dejó el bolígrafo sobre la libreta y suspiró profundamente. No estaba seguro de cómo había llegado a recordar aquella tarde, tan aparentemente insignificante y tan cargada de significado ahora que su madre ya no estaba. Había pensado que escribirla le traería alivio, pero al contrario, la melancolía lo inundó aún más al comprender que, ahora que ella no estaba, él era su único refugio.
Recordó cómo ella le había explicado que escribir ayuda a ordenar los pensamientos, a darle sentido a los sentimientos que, a veces, se mezclan de maneras caóticas en el corazón. Fabián comprendía ahora lo que su madre le había querido enseñar, aunque con un amargo pesar. Se sentía tan solo como cuando era niño, encerrado en su cuarto, con la diferencia de que esta vez no habría abrazo ni palabras reconfortantes al final.
Quedó sentado en el escritorio un largo rato, sin saber muy bien qué hacer, sintiendo que cada palabra que había escrito era una pieza más de ese rompecabezas inconcluso que era su dolor. Intentó imaginar su vida sin ella, y en ese instante, una pregunta comenzó a formarse en su mente. ¿Y si realmente las palabras tenían el poder de llevarla con él? ¿Y si, a través de estas cartas, podía hacer que su amor por ella y los recuerdos se mantuvieran vivos?
Mientras se quedaba absorto en estas ideas, algo nuevo crecía en su interior. No era exactamente alivio, pero tampoco era desesperanza. Era una sensación tenue, como una semilla que apenas empieza a germinar, una esperanza incipiente de que tal vez, si continuaba escribiendo, podría encontrar algo de consuelo en medio de la desolación.
Esa noche, mientras miraba la libreta, decidió que escribiría otra carta al día siguiente. Una cada día, hasta que el dolor fuera más llevadero. Quizás incluso lograría aprender algo de sí mismo en el proceso, algo que lo ayudara a encontrar un camino en esta nueva vida sin ella.
Fabián no tenía certezas sobre su futuro, pero sentía que estaba dando los primeros pasos en un largo y desconocido camino.
Y aunque todavía no sabía cuánto le tomaría llegar a la paz, un pensamiento lo acompañaba: mientras pudiera escribir, no estaría completamente solo.