Quizás hay más chicas invisibles de lo que creemos
El aroma del café recién hecho llenaba la pequeña cafetería, y el ruido de la máquina expreso mezclado con las conversaciones de fondo me daba un poco de calma. No era mi lugar favorito, pero necesitaba algo que me distrajera del huracán que era mi mente últimamente.
Estaba en la fila esperando mi turno, moviendo los pies al ritmo de una canción que apenas reconocía, cuando una presencia a mi lado me puso en alerta.
Félix.
Mi corazón se detuvo por un instante. Allí estaba él, con su sonrisa despreocupada y el cabello desordenado de forma perfecta. Llevaba su uniforme de entrenamiento, como si acabara de salir del campo. No me había notado aún.
"¿Debo decir algo?", pensé. Una parte de mí quería salir corriendo, pero la otra... la otra quería respuestas.
—Hola, Félix —dije, casi susurrando.
Él giró la cabeza hacia mí, sus ojos color miel encontrándose con los míos.
—Ah, hola... ¿Berenice, cierto?
Lo sabía. Claro que sabía mi nombre. Pero escucharlo de su boca me hizo sentir algo extraño, como una mezcla de felicidad y ansiedad.
—Sí, soy yo.
Él asintió, metiendo las manos en los bolsillos, como si estuviera buscando algo que decir.
Era ahora o nunca.
—Félix... —empecé, notando cómo mi voz temblaba un poco—. Quería preguntarte algo.
—¿Sí?
Respiré hondo, intentando reunir el valor necesario.
—¿Por qué me mirabas esta semana?
Él frunció el ceño, como si no entendiera de qué estaba hablando.
—¿Mirarte?
—Sí. Te vi... varias veces. Pensé que tal vez... bueno, no sé, me llamó la atención.
Félix soltó una risa breve, algo seca, que me hizo encogerme un poco.
—Ah, eso.
—¿Eso? —repetí, sintiendo cómo la inseguridad crecía en mi pecho.
—No era nada —dijo, encogiéndose de hombros—. A veces uno simplemente... mira, supongo.
Sus palabras cayeron sobre mí como una piedra. Pero no me rendí. No podía.
—Oh. Es que... parecía que me estabas observando. Pensé que quizá...
Me detuve, notando cómo su expresión cambiaba. Su rostro dejó de ser amable. Ahora parecía casi irritado.
—Mira, Berenice, no sé qué idea tienes en la cabeza, pero déjame dejarlo claro.
Mi corazón comenzó a latir con fuerza, como si supiera lo que venía.
—Tú y yo no somos iguales —dijo, sus palabras tan filosas como cuchillos—. No te estoy mirando porque me interese algo en ti. Ni siquiera creo que podamos ser amigos.
Sentí como si todo el aire hubiera sido succionado del lugar.
—¿Por qué? —pregunté, mi voz rota.
Félix suspiró, como si estuviera cansado de una conversación que apenas había comenzado.
—Es que... mira, no es nada personal. Es solo que tú no eres... mi tipo. Ni en lo más mínimo.
No es nada personal. Pero dolía como si lo fuera.
—Entiendo —dije, aunque no entendía nada.
Félix miró hacia la fila, como si quisiera que el barista se apresurara y así escapar de esta conversación incómoda.
—Espero que no lo tomes a mal —añadió, aunque su tono no sonaba preocupado en lo más mínimo—. Pero tengo que ser honesto.
Honesto.
Prefería que me hubiera ignorado.
Cuando llamaron mi orden, tomé mi café y salí de la cafetería lo más rápido que pude, antes de que Félix pudiera decir algo más. El aire frío golpeó mi rostro, pero no fue suficiente para calmar el ardor en mis ojos.
No era su tipo. Ni siquiera podía ser su amiga.
Las palabras de Félix rebotaban en mi cabeza, una y otra vez.
No es nada personal.
Pero para mí, lo era todo.
Tonta. Las chicas feas como yo no tienen una oportunidad con tipos como Felix.
Después de lo que Félix me dijo, simplemente no podía seguir mi rutina normal. Todo me recordaba a él: la cafetería, los pasillos, incluso el aula. Así que empecé a buscar otros lugares donde esconderme. Lugares donde pudiera desaparecer sin esfuerzo.
Fue así como terminé en la biblioteca. No era mi primera opción, pero me sentía tan vacía que cualquier sitio silencioso serviría.
Al fondo, encontré una pequeña sala que parecía olvidada por todos. Estaba tranquila, casi perfecta... o eso pensé al principio. Cuando entré, me di cuenta de que no estaba sola.
Tres chicas estaban sentadas alrededor de una mesa. Todas parecían absortas en sus libros, como si el mundo exterior no existiera para ellas.
Una de ellas, con el rostro cubierto de acné y una coleta baja, levantó la vista al verme.
—¿Necesitas algo? —preguntó, su tono neutral. No sonaba molesta, pero tampoco invitaba demasiado.
—Yo... solo buscaba un lugar tranquilo —murmuré, sintiéndome incómoda.
Otra chica, con unas gafas enormes que cubrían casi la mitad de su rostro, me lanzó una mirada rápida antes de volver a lo suyo. La tercera, una muchacha robusta con una sudadera gigante, ni siquiera se inmutó.
—Puedes quedarte —dijo la de las gafas, ajustándoselas mientras seguía leyendo.
Asentí y me senté en una esquina, lo más lejos de ellas posible. Abrí mi libro, pero no pude concentrarme. Susurraban entre ellas, y aunque trataba de no escuchar, era imposible ignorarlas.
—...y claro que me dijeron que no había talla para mí en las camisetas del equipo —dijo la chica robusta, con una risa amarga.
—Bueno, al menos no dejaron una nota en tu casillero diciendo que 'tu cara debería ser ilegal' —respondió la de la coleta, tocándose el rostro con incomodidad.
—Sí, pero al menos puedes ver a quién decirle algo —añadió la de las gafas—. Yo ni siquiera vi quién me empujó contra la puerta del aula el otro día.
No pude evitarlo. Las palabras salieron de mi boca antes de darme cuenta.
—¿Les pasa seguido?
Las tres me miraron, sorprendidas por mi intervención. Por un momento, temí haber dicho algo mal.
—¿Y a ti no? —preguntó la de la coleta, arqueando una ceja.