Las chicas que nadie elige

9

Amar, pero no amar, querer, pero no querer, estar ahí pero no depender

Los días comenzaron a sentirse extraños. Hope, quien siempre era la más cautelosa y organizada del grupo, ahora parecía ausente, desconectada. Cada vez que nos reuníamos en la biblioteca, su mirada estaba fija en su teléfono, los dedos bailaban rápidamente sobre la pantalla mientras emitía risitas esporádicas.

Nosotras intentamos ignorarlo al principio, pensando que sería pasajero. Pero al tercer día, incluso Bella, la más paciente de todas, dejó escapar un suspiro pesado.

—Hope, ¿puedes dejar el teléfono un momento? —preguntó con cuidado, tratando de no sonar molesta.

Hope levantó la vista apenas un segundo, con una sonrisa despreocupada.

—Lo siento, chicas. Es Austin, me está contando algo supergracioso.

Nia cerró su libro con un golpe seco, cruzando los brazos.

—Sí, ya nos dimos cuenta. Ha sido Austin todo el día.

Hope alzó las cejas, sorprendida por el tono de Nia.

—¿Por qué están tan serias? No es gran cosa.

No pude evitar intervenir. Las miradas incómodas entre nosotras eran demasiado evidentes como para ignorarlas.

—Hope, no es que no queramos que hables con él, pero... llevas días desconectada de todo. Apenas participas en nuestras conversaciones y siempre estás con el teléfono.

Hope frunció el ceño, pero luego bajó la mirada, algo avergonzada.

—Lo siento, chicas. De verdad. Es solo que... —dudó, como si le costara admitir lo que estaba pensando— Austin no me escribió durante dos días. Pensé que estaba molesto conmigo o que había perdido interés.

Nia arqueó una ceja, mientras Bella y yo nos mirábamos de reojo.

—¿Y ahora apareció? —preguntó Bella, con un tono neutral pero cargado de curiosidad.

—Sí. Me dijo que estaba ocupado, pero que me había estado pensando mucho. Y... no sé, simplemente quiero aprovechar que está escribiéndome ahora.

Las palabras de Hope flotaron en el aire, y por un momento nadie dijo nada. Yo sentí una presión incómoda en el pecho. Entendía su emoción, pero también me dolía verla tan preocupada por alguien que parecía aparecer y desaparecer a su antojo.

—Hope... —comencé con cuidado—, ¿no te molesta un poco que no te haya escrito en dos días?

Ella me miró, como si hubiera dicho algo incomprensible.

—No, claro que no. Dijo que estaba ocupado, y yo lo entiendo.

Bella y Nia intercambiaron miradas otra vez. Nia, quien siempre tenía algo que decir, prefirió morderse la lengua.

—Bueno, está bien —dije al final, aunque la incomodidad seguía ahí—. Solo recuerda que también estamos aquí.

Hope asintió, aunque sus ojos volvieron rápidamente al teléfono.

El resto de la tarde transcurrió con una tensión latente. Hablábamos entre nosotras, pero el silencio de Hope era ensordecedor. Cada vez que reía o sonreía al leer un mensaje, sentía que algo se rompía en nuestro pequeño grupo.

No lo decía, pero podía ver en las miradas de Bella y Nia que compartían mis pensamientos. Algo no estaba bien, pero ninguna de nosotras sabía cómo decirlo sin herirla.

El aire estaba más frío de lo normal cuando llegué a casa esa tarde. La caminata desde la biblioteca hasta mi puerta se sintió interminable, como si el peso de las últimas semanas se aferrara a mis hombros.

Antes de entrar, me detuve un momento frente a mi casa y me percaté de algo diferente. Un camión de mudanza estaba estacionado justo frente a la casa de al lado. Varias cajas estaban apiladas en la acera.

"Genial, nuevos vecinos", pensé, aunque no tenía fuerzas para emocionarme. Lo último que necesitaba era lidiar con presentaciones incómodas o sonrisas forzadas.

Rápidamente aparté la vista y apreté el paso hacia mi puerta.

Una vez dentro, el familiar olor a alcohol mezclado con el aire rancio de la casa me golpeó como una bofetada.

—Mamá... —murmuré, aunque ya sabía lo que iba a encontrar.

En el sofá del pequeño salón estaba ella, en la misma posición de siempre. Su cuerpo estaba encorvado hacia un lado, con una botella medio vacía en la mano y otras vacías esparcidas por el suelo. Su cabello desordenado caía sobre su rostro, ocultando sus ojos cerrados.

Suspiré, dejando mi mochila en el suelo y acercándome con cuidado. La miré por un momento, buscando cualquier señal de que se moviera, de que estuviera despierta. Pero no lo estaba.

Agachándome, recogí las botellas una por una. El sonido del vidrio chocando me ponía los nervios de punta. Trataba de hacer el menor ruido posible, como si eso pudiera cambiar algo.

Cuando terminé de recoger todo, volví al sofá. Me detuve frente a ella, observándola por unos segundos. Mi madre. La mujer que alguna vez fue fuerte, invencible a mis ojos. Ahora solo era una sombra de lo que recordaba.

Con cuidado, tomé una manta del respaldo del sofá y la coloqué sobre ella. Aunque sus ojos seguían cerrados, murmuró algo inaudible antes de acurrucarse bajo la tela.

—Buenas noches, mamá —susurré, aunque sabía que no me escuchaba.

Subí las escaleras de mi casa con pasos pesados, sintiendo el crujido de la madera bajo mis pies. Aunque la rutina de recoger después de mi madre ya no me afectaba tanto, siempre dejaba un nudo en mi pecho.

Al llegar a mi habitación, dejé la mochila en el suelo y me acerqué a la mesa junto a la ventana. Era mi rincón favorito, donde me sentía más en paz, aunque solo fuera porque podía observar el mundo desde lejos, sin ser parte de él.

Corrí las cortinas ligeramente para dejar entrar algo de luz y, de inmediato, mi atención volvió a los nuevos vecinos. Parecían estar terminando de descargar el camión de mudanza. Podía ver claramente a la mujer, quien daba indicaciones mientras organizaba cajas junto a la entrada.

Pero entonces lo vi.

Mi corazón dio un vuelco cuando lo reconocí.

Matteo.

Allí estaba, sosteniendo una caja grande con facilidad, su cabello oscuro revuelto por el viento mientras cruzaba el jardín. Por un instante, creí que mis ojos me estaban jugando una mala pasada. Pero no. Era él.




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