Las chicas que nadie elige

11

No puedes cambiar por alguien, no puedes intentar ser otra persona por agradarle a alguien, no puedes forzar una relación con una persona, el simple hecho de hacerlo es absurdo y autodestructivo.

El día estaba algo nublado, lo que hacía que la cafetería de la escuela estuviera más llena de lo habitual. Los sonidos de charlas, risas y el ruido de bandejas chocando contra las mesas creaban una mezcla de energía frenética y cotidiana que me resultaba familiar.

Me dirigí hacia la fila en la cafetería, con el pensamiento fijo en la rutina de siempre, cuando de repente escuché una voz llamarme.

—¡Berenice!

Me giré, algo confundida. Ahí estaban ellas: Sofía, Julie y sus novios, Matt y Félix. Estaban sentados en una de las mesas cercanas, charlando y riendo. Me sentí atrapada entre el deseo de ignorar su llamada y el miedo de no ser educada.

—¡Berenice, ven! —insistió Sofía, con esa sonrisa tan brillante que parecía iluminar todo el espacio—. Ven a sentarte con nosotras.

Sentí un nudo en el estómago, pero traté de mantener la calma mientras miraba cómo los demás me observaban.

—No, gracias —respondí de manera firme, pero con un poco de nerviosismo en la voz.

Al principio traté de continuar mi camino hacia la fila de comida, pero entonces vi a Julie mirándome con una sonrisa amplia y cálida.

—Vamos, Berenice —dijo con ese tono suave que parecía tan fácil de escuchar—. No tienes que estar sola. Ven, te prometemos que aquí no te vas a sentir invisible.

Mis manos seguían temblando, pero traté de mantener el control de mi postura. Pensé en todo lo que me habían dicho en los últimos días, en lo solitaria que me sentía en mis propios pensamientos, y por un momento consideré acercarme.

—Escucha —continuó Matt, con una sonrisa relajada—, aquí puedes cambiar. Nosotros podemos ayudarte.

Esas palabras me hicieron detenerme por un momento.

—No necesito cambiar nada —respondí, con una voz que ahora se sentía más fuerte—. No soy yo quien tiene que cambiar. Ustedes son quienes deben cambiar.

Mis palabras salieron más duras de lo que quería, pero sentía que tenía que ser honesta conmigo misma. Mis amigas y el grupo de personas que parecían tan seguros no tenían por qué definir mi camino o mi existencia.

Todos me miraron ahora con un aire de confusión. Sofía frunció ligeramente el ceño y cruzó los brazos sobre la mesa.

—¿Cómo que cambiar? —preguntó, algo molesta.

—Esto no es solo sobre mí. No necesito formar parte de un grupo para sentirme validada. Yo soy suficiente como soy. Si me siento invisible, no es mi culpa —dije, con más firmeza—. Quizá deberían pensar un poco en cómo tratan a los demás, en cómo asumen que siempre tienen que salvar a alguien.

El aire se sentó pesado en ese momento, como si la sala se hubiera congelado. Los chicos, Matt y Félix, miraban entre ellos con incómoda neutralidad. Julie parecía confundida pero no molesta, mientras Sofía frunció un poco más el ceño.

—¡Berenice! —exclamó Sofía, con una mezcla de incredulidad y enojo—. ¿De verdad estás siendo así? Te estamos tratando bien, solo queremos que te sientas parte de algo.

—No me siento mal por estar sola —respondí, casi a punto de perder el control, pero manteniendo mi voz estable—. No me voy a unir a un grupo para buscar una solución a mi soledad. No funciona así.

Hubo un momento de silencio incómodo. Las chicas se miraron entre sí, con ese aire de confusión que siempre me hacía sentir como si estuviera de más. Sentía una presión enorme en mi pecho, pero me sentía liberada al mismo tiempo. Decir lo que sentía me había hecho bien, aunque la tensión era palpable.

—Está bien, si eso es lo que quieres —murmuró Julie, y la tristeza se filtró en su voz—. No tienes que hacerlo si no lo deseas.

Me giré para seguir mi camino, pero sentí sus miradas pesadas. Mis manos seguían temblando, y mi corazón latía fuerte. Me sentía como si acabara de rechazar algo que nunca supe que podría querer.

Me dirigí hacia la fila de la cafetería con el café en mente, tratando de ignorar ese nudo que se había formado en mi garganta. No sabía si había hecho lo correcto, pero algo en mí me decía que había sido sincera.

Sin embargo, el ambiente seguía pesado. Volteé una última vez para verlos: Sofía, Julie, Matt y Félix estaban ahí, riendo nuevamente, pero algo había cambiado en el aire. Algo en mí seguía temeroso, inseguro, pero al menos era yo quien tomaba las decisiones.

Eso debía bastar.

Regresé a casa ese día con el nudo en el estómago aún latiendo. No podía sacarme la discusión con Sofía y el grupo de la cabeza. Me sentía como si estuviera atrapada en un ciclo del que no podía salir, pero por lo menos había sido honesta. Al menos, había expresado lo que sentía, aunque no estuviera segura de sí había hecho lo correcto.

Mientras caminaba hacia mi casa, sintiendo la brisa fría acariciarme el cabello, me encontré con una figura que me hizo detener el paso.

—Hola otra vez —dijo una voz suave detrás de mí.

Me giré de inmediato. Ahí estaba él, Matteo, de nuevo. Mi corazón se aceleró y sentí cómo un escalofrío me recorría la espalda.

—¿Tú otra vez? —pregunté, con el ceño fruncido. Mis palabras salieron más duras de lo que quería—. ¿Me estás acosando o algo así?

Me preparé para cualquier reacción, pero él simplemente sonrió con una sonrisa serena, tranquila, que no me hacía nada fácil mantener la distancia.

—¿Acosarte? No, para nada —respondió con una voz tan suave que me hizo sentir incómoda de inmediato—. No tienes por qué sentirte incómoda cuando estás conmigo.

Me quedé mirándolo, confundida, intentando leer sus intenciones.

—¿Por qué eres tan amable conmigo? —pregunté de manera directa, con la esperanza de despejar cualquier duda. Mis palabras salieron firmes, incluso algo demandantes—. ¿Qué es lo que buscas?

Él suspiró y me miró con esos ojos que, aunque amables, tenían algo que me hacía dudar.




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