Era un día normal, un domingo tranquilo como cualquier otro: con el aire refrescante bailando entre las personas, aquel cielo tan oscuro que parecía mar en vez de ese manto azul tan comúnmente visto por lo humanos, sin embargo, no habían terrícolas riendo o paseando en multiplicidad, sino algo mucho más fascinante: extraterrestres de la dimensión de la Luna Azul.
Cierta dimensión se ubicaba en la galaxia Andrómeda, aquella parte del universo mucho más grande que albergaba a las otras dimensiones de lunas: Luna de Hielo, Luna de Fuego, Luna de Ceniza y, por último, la Luna Morada.
Todo esto lo analizaba Samuel: un hombre alto, fornido, de cabello castaño claro, pálido como un muerto, y con una característica esencial para los que vivían en aquel lugar azulado: sus ojos eran de un color muy extraño, no eran claros ni tranquilos, sino inquietantes y oscuros, como un océano que está siendo azotado por una tormenta. En la dimensión los llamaban “ojos cerúleos”. Cada residente tenía ese mismo tono, sin nada de humano en ellos, tan solo una gama profunda e hipnotizante.
El hombre antes mencionado estaba en el despacho del Conquistador, espacio donde solía analizar su posición como gobernante. Había decidido ser líder gracias a un anhelo fuerte: tener en su poder a la Luna Azul. Lo consiguió, y en el camino hubo sangre derramada, pérdida de guerreros y desaparición de familias enteras. Al final de aquella masacre, que algunos llamaban “guerra infinita”; sus ansias de poder no dieron un apagado, al contrario, fueron creciendo hasta convertirse en una hoguera de vicios peligrosamente poderosos: Samuel tomó la decisión de dominar las dimensiones de las cinco lunas, y con ellas la dimensión de la tierra. Esta última no tenía mucho que ofrecer, con la contaminación e intolerancia, pero la quería bajo su mandato de todas maneras.
La ambicionaba por una excusa importante del pasado: en la dimensión de la tierra estaba su ex esposa Catherine, y con ella su hija Lara. La madre había huido a la tierra con la pequeña en una nave de escape cuando esta apenas era una recién nacida, enterándose de que Samuel planeaba someter y tiranizar a la Luna Azul, y por otro punto aún peor: la descendiente llevaba en su sangre una alteración genética que no la hacía una extraterrestre normal, sino una muy poderosa. Lo adivinó por el cabello de su hija, que después de unos intervalos respirando en dicho mundo, paso de negro a blanco. La mujer empacó lo que pudo, agarró a su pequeña, logró subirse en una nave de escape y se fue a la tierra.
Él no pudo evitarlo, ya había llegado tarde. Debió de suponer que Catherine, señorita que siempre se excluía de los planes malvados que solía crear, arrancaría para no volver. ¿Por qué era así?, ¿Cómo es que después de casi toda una vida de conocerse, aun no aceptaba esa parte de él? Era frustrante, más al saber que, luego de mucho tiempo, seguía pensando en ella y en lo que habían tenido.
Samuel miraba por la ventana con los brazos en la espalda, meditando la situación en la que se encontraba y lo que anhelaba respecto a esa problemática: traer a su hija a la dimensión, entrenarla y lograr convertirla en la extraterrestre influyente que estaba destinada a ser. Pero necesitaba una estrategia muy ordenada para llevar a cabo su plan e, indudablemente, ansiaba a alguien valiente, capaz de ir a la tierra, lidiar con su ex esposa y traer a su hija viva.
Una llamada a la puerta interrumpió su pensamiento.
—¿Quién es? —preguntó con voz clara y fuerte.
Aquella se abrió, entrando así un guerrero de ojos completamente azules con los nervios reflejados en sus movimientos.
—Siento molestarlo, Conquistador, pero ya ha llegado el guerrero que tanto buscaba: el de la Luna Morada —informó el ser.
—Gracias, muchacho 一dijo Samuel—. Hazlo pasar.
El combatiente salió del despacho en silencio, dejó la puerta abierta, y en seguida entró otro de aquella dimensión. Era un muchacho alto, de dieciséis años, según le habían informado a Samuel, con músculos bien formados, tez en extremo pálida, cabellera castaña oscura, y el carácter más importante de la dimensión purpura de donde provenía: los ojos de color morado, sin pupila y sin blanco, solo un tono oscuro y profudo. Le llamó la atención el cabello largo del joven. El chico hizo una reverencia.
—Un gusto verlo, Conquistador—dijo él sin sentir el gusto de saludarlo—Dígame, por favor, ¿Para qué me necesita?
Samuel, que ya se movía, llegó a pararse frente al soldado en pocas zancadas y, ante todo, lo miró como a una minucia.
—Guerrero Joen Duka—comenzó Samuel—. Uno de los más reconocidos en la Luna Morada. Fuerte, audaz, y dueño de un ligero encanto para sorprender a las chicas, ¿Me equivoco?
Este carraspeo al oír tal descripción, y adoptando una posición firme, preparó su respuesta.
—En una parte, señor—dijo al final.
El Conquistador arqueo de forma leve una ceja.
—¿Ah, sí?, ¿Y se puede saber en qué área joven? —preguntó Samuel divertido.
—No tengo un encanto para maravillar a las chicas, señor. Ni tampoco me consideró el mejor de todos, solo hago lo que me corresponde—respondió Joen manteniendo la seriedad—. Al menos eso es lo que yo pienso.
Samuel levantó una de las comisuras de sus labios ante tal resolución.
—¿Eso es lo que crees? Bueno, yo soy de aquellos que piensan que si no eres el primero en todo, no eres nada.