La ciudad se despertaba temprano. No por costumbre, sino porque los árboles lo exigían.
Cada amanecer, un murmullo vegetal recorría las calles estrechas: el roce de las hojas, el crujido de la corteza, un temblor que parecía vibrar dentro de las casas.
En ese lugar, tener hijos significaba tener raíces. Cinco árboles por cada niño. Ni uno más, ni uno menos.
Era la ley más antigua, la más vigilada y también la más temida.
Una niña de nueve años había crecido escuchando que su vida estaba entrelazada a un grupo de troncos que se erguían en un terreno cercado a las afueras. Nunca los había visto de cerca, porque su madre no la dejaba acercarse demasiado, pero podía reconocerlos a distancia: cinco álamos delgados, con una inclinación extraña hacia el este, como si observaran siempre el mismo horizonte.
—Son tus guardianes —le decía su madre con voz firme, evitando mirarla a los ojos.
Pero la niña no los sentía como guardianes. Había noches en las que, desde su cama, juraba escuchar cómo los troncos crujían con un lamento humano, como si cada rama fuera un brazo extendido hacia ella.
La ciudad mantenía un registro exacto. Cada niño tenía asignados sus árboles, y cada árbol estaba marcado con una placa de hierro oxidado con un nombre grabado a fuego. Si uno moría, el niño al que pertenecía también debía morir. Nadie se atrevía a desafiar ese orden, porque los inspectores del gobierno eran tan puntuales como el reloj de la plaza.
A veces, sin embargo, la crueldad no venía de la ley, sino de los vecinos. Había historias susurradas en el mercado: personas que dañaban árboles por maldad, por envidia, por venganza. Un corte en la corteza, veneno en las raíces, una rama rota en la oscuridad. La consecuencia era siempre la misma: el niño enfermaba primero, y luego desaparecía.
La niña no entendía del todo ese destino, pero sí reconocía el miedo en la voz de su madre cuando repetía:
—Nunca te acerques sola. Nunca.
Aquella mañana, sin embargo, algo era distinto.
Al abrir los ojos, la niña percibió un olor a savia fresca entrando por la rendija de la ventana, como si los árboles hubieran respirado directamente dentro de su habitación. Se vistió despacio, con torpeza infantil, y salió al patio.
Allí estaban.
Más altos, más verdes, más… atentos. Las ramas parecían señalarla.
Entonces lo vio: uno de ellos tenía una herida. Una grieta oscura en la corteza, de la que brotaba una resina espesa y amarga. Al mirarla, llevó instintivamente la mano a su propio brazo. Allí, en su piel, descubrió algo que la hizo contener la respiración: una línea delgada y rojiza, como un corte reciente, en el mismo lugar en que sangraba el árbol.
Su madre apareció de pronto, corriendo, con la respiración agitada y un miedo imposible de ocultar.
—¡Entra! —gritó—. ¡Ahora mismo!
Pero la niña no se movió. Su mirada estaba fija en los álamos y en esa sensación imposible de ignorar: los árboles no solo eran guardianes, también eran su reflejo.
La ciudad despertaba. Los inspectores harían su ronda en cualquier momento. Y en el silencio de esa mañana, comprendió que algo se había quebrado.