Las Claves Del Indio

PRIMERA PARTE: I - INTENTO DE ROBO

Yo digo ¿Qué tenés ahí?, y el pibe no sabe qué contestarme. Se pone colorado. Ahí. Abajo del pulóver, no, más abajo, levantáte la remera. ¿Cómo nada?. ¿Esto es nada? Vos te creés que soy estúpido. Cuando fui para el baño, me fijé bien como estaban acomodadas las pilas, el orden. Había un orden en esa especie de cajón que hacía de biblioteca y que me pintaron – papá, quizá- de blanco. Yo preveía que esto iba a pasar. Fue lo primero que miré cuando volví del baño, había tardado un tiempo y si fui era porque no podía más de las ganas. Quedaba lejos el baño, quedaba en el patio -falta mucho para que se termine éste, que mientras tanto es mi pieza-, y sentado en el inodoro pensaba que me iba a robar, muy interesado el pibe por mis revistas. ¿Ves acá? Esto yo jamás lo permito. Siempre están lomo con lomo. Y ahora quedaron desparejas. Le muestro que soy más inteligente que él, que se creía muy inteligente porque no sacó la última de la pila, sino una de un poco más abajo. “Eran diez finaditos”, podría ser, la número ciento veintiséis de Correrías, y suponiendo que hubiera unas diez más arriba de ésa y alguna otra en la mesa de luz de mamá, estaríamos por el invierno del ’68, “Caballo revolucionario”, la ciento treinta y nueve, a casi tres años de iniciada la colección. Un invierno frío a juzgar por el grueso pulóver de él, que se tuvo que levantar por mi orden, aunque resiste al principio. Invierno del ’68, ignorante yo todavía de lo que se cocinaba afuera, demasiado ocupado en este pibe que me saca no la última sino una de más abajo, creyendo que así no me iba a dar cuenta. Pero yo podría estudiar de detective en una de esas escuelas que salen en los anuncios de las revistas, y no de contador que es lo máximo que papá aspira a que llegue, con la inteligencia que tenés, una vez muchos años más tarde, me dijo y a mí me sonó a elogio en ese momento. Después no, me dio bronca, llegué a reírme de papá por haber dicho esa estupidez, y ahora, ya papá muerto –años de muerto- lo recuerdo con ternura. Pero ahora es cuando lo acuso al pibe, lo descubro. No tiene más remedio que sacar la revista de entre sus ropas y devolvérmela. Balbucea que sólo quería leerla, que me la iba a devolver. Yo lo increpo: no mientas, me querías robar. Robar está mal. Y el gesto de inquisidor no me debe salir muy bien, debe esconder en el fondo algo de comprensión, que en otra vida repetiría con los mercaderes de Mercado Libre, con los que me terminaba ablandando, no bien me daba cuenta que a algunos el tema les interesaba tanto como a mí. Esa compresión después de la condena moral, la advierto tempranamente en el momento en que él me pregunta si se la presto, interesado en leerla. Me la podías pedir antes. Te la prestaba. Pero ya no sé. Te perdí la confianza. ¿Y si no me la devolvés? Aunque sí, llevátela, porque dentro de algunos años, cuando cumpla los catorce y me sienta definitivamente adulto y me dedique a otras cosas, sin saber que después (muchísimos años después) me voy a volver a sentir un chico desprotegido y las voy a querer recuperar a todas, de ser posible –lo que será definitivamente imposible- estas mismas que vos estás viendo, con mis huellas digitales delicadamente impresas por el desliz de las páginas, nunca mi saliva (eso nunca, odio que alguno lo haga, no lo permito, es asqueroso y además atenta contra las hojas, pero sobre todo pensar que esa humedad se detendrá en el tiempo, esa huella más íntima, más interna de otro en lo que es mío), las voy –decía, cuando cumpla los catorce, las voy a regalar a todas. Aunque ahora no lo sepa, aunque ahora no pueda ni siquiera imaginar ese absoluto acto de desprendimiento que haré para marcar etapas, tantas veces repetido en mi vida, tantas veces lamentado a posteriori.



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En el texto hay: comic, coleccionista, historietas

Editado: 24.07.2019

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