Las Claves Del Indio

LVII. PROFANACIÓN

Hay acuerdo en que el origen de la palabra cementerio está asociado, en latín, con dormitorio. Es decir, el lugar en que se duerme.

Según las placas adosadas a la pared de la bóveda, duermen aquí Arnoldo José Quinteros, Horacia O. de Quinteros, Petrona Iriarte de Quinteros y Rosario Quinteros. Todos ellos, por la información adicional, han gozado largamente de la vigilia de la vida, y entraron en el sueño de la muerte unas dos décadas y pico atrás.

No son nombres que digan nada en relación al Viejo, que por otra parte, descansa en el mucho más prestigioso dormitorio de Recoleta, y desde hace relativamente poco tiempo.

Pero una placa, apartada de las demás y notoriamente más importante y antigua, da cuenta de un tal Dante Quinteros, fallecido en 1950, a la temprana edad de 66 años. O sea, calculo mentalmente, a los 41 del Viejo, en pleno éxito de su editorial. Esculpido en bronce, se lee: Tu hijo, que te ruega eterno perdón.

Según la historia oficial, el nombre del padre del Viejo era Martín. Pero cabe preguntarse si la cosmetología de la estirpe no habrá llegado inclusive hasta ahí. En principio, Martín es un nombre antiguo que debe venir del dios Marte, y que se usa en distintos idiomas, pero que en italiano –de eso estoy seguro- se expresa como Martino.

Es dable suponer que al ingreso al país, como se hizo con tantos nombres y apellidos, se haya castellanizado. Pero también es posible que con el encargo del árbol genealógico el Viejo haya pagado para borrar un antecedente de Dante y quedar colgado de la rama con exclusividad.

De ser así, ahora estaría nada más ni nada menos que ante el fastuoso sepulcro que, según el oficial de justicia de Cañuelas, el Viejo hizo construir como desagravio a su padre, después del vuelco con el Packard, en una zona imprecisa que iba desde Lobos a Bolívar, y que termina quién iba a decir localizándose justo en Saladillo.

Los vidrios de la puerta –doble puerta de hierro, asegurada con corpulentas cadenas- , no esmerilados, pero sí de una transparencia en desuso, dejan apenas adivinar en la oscuridad interior opaca turbia nubosa brumosa lechosa, dejan entrever, decía, altares sudarios puntillas fundidas en telarañas floreros con flores de plástico urnas féretros rosarios para Rosario velones velados derretidos candelabros fijos crucifijos acumulación de óxido y polvo, en fin.

Si éste era el mausoleo erigido por el Viejo resultaría comprensible que al llegar a una edad avanzada hubiese cancelado las visitas a los muertos, para no quedar pegado a ellos, hasta que pasados los noventa, hace más de un año, la muerte cansada de esperarlo terminó visitándolo a él.

¿Y la ofrenda de las revistas?

Si entre los desteñidos marrones y grises, pudiese atisbar aunque fuere un vestigio de color, uno de los conocidos logos, una letra, un par de letras que coincidiese con Andanzas o Correrías o Locuras... o con las Semanales, siquiera.

Me pego más al vidrio mugriento. Un crujido quiebra el silencio sepulcral (nunca mejor aplicado el adjetivo) y hace que se me ericen los pelos, como al Padrino cuando se espantaba ante alguna amenaza. Las puertas cedieron un tanto con mi apoyo y se abrió una hendidura entre ambas. Compruebo que las cadenas han reemplazado una antigua cerradura, siendo el único impedimento para entrar. Pero aún con las herramientas adecuadas, su grosor disuadiría cualquier fantasía de profanación. Lo curioso es que no haya candado a la vista.

Arguyo que el truco consistió en ocultarlo del lado de adentro, en función de preservarlo, e intento la operación contraria, girar las cadenas para hacerlo aparecer y probar su fortaleza. Pero fuera de toda previsión sobre la dificultad de la tarea, las cadenas se tornan dóciles a mi tirón, se desenrollan como madeja de lana, vienen hacia mí sin arrastrar ningún candado hasta caer estrepitosamente. Las puertas de la bóveda hacen contrapunto, abriéndose con un chirrido fenomenal.

Supongo que con este día de perros, si existe un cuidador, debe estar a buen recaudo tomando mate, y no paseándose por las tumbas. No obstante, espero un largo rato, a dos calles de distancia, espiando si la batahola no atrajo a nadie.

Cuando vuelvo a la bóveda, todo está como lo dejé. Recojo las cadenas del piso, entro con ellas, para no dejar rastros, y entorno la doble puerta.

Estoy a solas con los muertos, que se quedan muy solos, como dice el poema, pero a los que no creo les guste mi compañía. Podría ponerme paranoico como ELCOVE y decir que hasta huelo la hostilidad que me prodigan, pero no. Lo que me llega es el aire viciado, repugnante, rancio. El moho y la acidez provenientes de viejas costras de suciedad y podredumbre.

Pienso –a uno le vienen pensamientos estrafalarios en estas situaciones- que el desgastado lujo que impera, contrasta con el humilde pero lustroso ataúd del Chiquito Cabello y sus pulidas argollas. Los rituales funerarios deberían limitarse a nobles cajones de madera vulgar que se desintegren en la tierra junto con su contenido, no más que eso. El tiempo termina denunciando la vacuidad de suntuosos edificios mortuorios, como el de los Quinteros, los pone en ridículo.



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En el texto hay: comic, coleccionista, historietas

Editado: 24.07.2019

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