Las Claves Del Indio

LVIII. CARTONCITO

-¿Pero qué...? ¿Te metiste abajo del auto junto con el mecánico? –me chicanea mi suegro, mientras compruebo que los pantalones que me ofreció me quedan enormes.

-Esperá que tengo otros de cuando estaba más flaco –insiste, revolviendo en el ropero.

-Deje, deje, me quedo así con los pantalones sucios. Total, vamos derecho.

-No, tenemos que hacer una parada en el centro.

-¿No es que estaba apurado por irse?

Me explica que acaban de tirar por debajo de la puerta no sé qué importantísimo impuesto. Minimizo el tema, le digo que no se haga problemas, que lo pagamos en La Plata. Imposible, porque no existe otro lugar en el mundo donde se pueda cancelar el susodicho gravamen que en el Banco de la Edificadora de Saladillo. Propongo, entonces, que le deje el encargo a un vecino.

-La última vez que hice eso, el atorrante de al lado se terminó gastando la plata en la quiniela y desde entonces yo no confío más en nadie –es la contundente respuesta.

Ya al borde del desaliento, viendo peligrar la huida de esta ciudad de mierda, sugiero que lo postergue para la vuelta de Mar del Plata.

-¡Claro, porque no es tuya la casa que van a rematarme, si no lo pago!

-A lo sumo le cobrarán un recargo, déjese de embromar.

-Bueno, andáte. Yo no me voy sin pagarlo.

-Sabe que su hija me mata si no aparezco con usted.

-Y bueno, ¿qué te cuesta? Es un minuto.

La cola frente al Banco de la Edificadora de Saladillo se extendía a lo largo de media cuadra.

-Tomate un cafectio en el bar de la plaza y deciles que lo carguen a mi cuenta –me despacha mi suegro, en tanto saluda dicharachero a la mitad de la cola, todos conocidos suyos.

-¿Con esta facha quiere que vaya a un bar?

-Acá es toda gente de trabajo, che. Nadie se anda fijando en la roña ajena.

Es cierto. Los que más huelen a bosta, son los que más tienen, de modo que las consecuencias en mi indumentaria de los resbalones en el cementerio pasan inadvertidas.

Ya que es a cuenta de mi suegro, más de bronca que otra cosa, porque todavía es temprano para almorzar, pido un especial de salame y queso con un vaso de tinto. Los embutidos son una de las pocas cosas buenas que es posible encontrar en este pueblo.

Miro por la ventana el paisaje vulgar y chato de la plaza. La transitan unos pocos saladillenses. La lluvia dio un respiro, pero no creo que sea por mucho tiempo. Espero que no se largue un chaparrón y mi suegro se moje en la cola, porque si se enferma los reproches de Graciela van a caer sobre mí.

De aburrido, agarro de otra mesa el diario local. Es idéntico al noticiario, con las nacionales copiadas de Clarín, y alguna que otra intrascendencia de cuño propio, a más de la infaltable sección de Obituarios.

En el del Chiquito hay una larga lista de participaciones, con frases remanidas como la familia X acompaña en el dolor a los deudos..., lamentan la tan irreparable pérdida..., vecino ejemplar..., supo prodigar a quienes lo rodeaban..., le sobrevive su amada nieta....

La amada nieta del Chiquito Cabello está parada del otro lado de la vidriera del bar, junto al arquitecto Moreno.

Lo primero que se me cruza por la mente es cambiar de mesa, meterme en el baño, huir. Pero me doy cuenta que cualquier movimiento que realice solo contribuiría a llamar la atención. Por el momento calculo que me protege la vidriera misma, con su suciedad, las enormes y gastadas letras de Confitería Manolo Minutas a toda hora, el letrero de Bidú Cola, un afiche anunciando bailes en el Club Social, y otro más pequeño en el que se ve a trasluz la foto de un perro perdido. Y aparte del abigarramiento visual que me sirve de parapeto, tengo a la pareja casi de espaldas. No obstante eso, puedo observar que el rostro de la anteojuda vuelve a estar colorado. Mira nerviosa a un lado y a otro, al tiempo que resiste la presión que ejerce el arquitecto tomándola del brazo, como para que entren en el bar. Da la impresión de sentirse comprometida. Si no supiera que viene de enterrar a su abuelo diría que se trata de una típica discusión de amantes, donde la mujer teme que la vean junto al hombre. Una hipótesis rápidamente descartable además en función de la edad de él y la fealdad de ella. Aparte de la mojigatería, que debe ser la verdadera razón por la que no quiere exponerse a la maledicencia pueblerina, tomando un té en un lugar público no bien regresada del cementerio, en vez de encerrarse en su casa a llorar y confeccionarse ropa de luto, como deben prescribir las normas municipales. El arquitecto también está colorado, pero dada la frágil estabilidad de su cuerpo, lo atribuyo a motivos etílicos, antes que al pudor o al enojo.



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En el texto hay: comic, coleccionista, historietas

Editado: 24.07.2019

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