Las Claves Del Indio

LXVI. EXILIO

La nafta del tanque alcanzó para llegar a Buenos Aires. Despacito, controlando la temperatura del motor, que apenas recalentó. El emparche parece funcionar por el momento. Enfilo, ya anocheciendo, hacia el conventillo de San Telmo, confiado en que la solidaridad de la familia teatral me evite dormir en el auto.

Encuentro a Palito. No bien le relato mi peripecia me ubica en un ínfimo espacio que debía ser el antiguo cuarto de servicio de ese caserón derruido. Al menos, no debo compartirlo con nadie. En ese ambiente, la seguridad de las revistas no está del todo garantizada.

Al pasar por el patio, transportando cajas ayudado por mi amigo, miro hacia el altillo y noto que está a oscuras. Interrumpo las quejas de Palito sobre la injusticia del subsidio que no nos concedió el San Martín, para preguntarle por Sonia.

-Hace tiempo que no me la cruzo- es la escueta respuesta.

Declino el ofrecimiento de un sándwich de Viandada Swift, y me quedo a solas en el sucucho. Vuelvo así a las penurias de mi verdadera profesión que pensaba abandonar definitivamente en poco tiempo, merced al contraste de ingresos con mi ahora frustrada carrera judicial. Al igual que la incipiente prosperidad lograda con Cristina en el comercio, todo se derrumba con la separación. Me resta, como entonces, para aguantar comida y viáticos de casting, el recurso desesperado de la venta de la colección.

Irónicamente, estoy en la misma situación que Elio Coradino, el viejito fingido por ELCOVE. Pero peor, porque al menos él detentaba los primeros números de Andanzas, los más cotizados para vender. Yo ni siquiera las fotocopias, que duermen olvidadas en mi ex mesa de luz desde que las releí esa noche en que alcancé a vislumbrar una sombra furtiva en el departamento. La sombra de ELCOVE llevándose el sello de Graciela para interponerle una demanda por plagio a JUANO, que ahora se me achaca a mí.

Gracias a una lamparita de veinticinco, que pende del techo de un cable enredado en eslabones de cadena, sentado en un camastro, contemplo las cajas repletas de revistas. De pronto, me asalta el temor que Federica, aparte de la plata, haya manoteado alguna para vender. Comienzo a desembalar y me tranquiliza encontrar la seis de Andanzas, “Las armas del Tata” y la trece, “El irascible coronel”, que son las más valiosas. También cuento Correrías de la dos en adelante y están completas. Incluyendo la siete y la setenta y uno del padre de Federica. Esas dos revistas me terminaron costando mil seiscientos pesos y la ruptura de mi última relación de pareja.

Después de la inspección de los ejemplares, subsiste de todos modos la impresión que algunos faltan. Tendrían que ser de Andanzas, pero no podría precisar cuáles, ya que la lista la guardaba en la PC. No creo que Federica, con el poco tiempo que tuvo, se ocupara de las revistas. Si hay algún faltante, debe atribuirse al apuro con que empaqué, urgido por la furia de Graciela. Algunos pocos pueden haber caído detrás de los estantes. Pero, al menos por lo que constaté, no debe tratarse de números importantes.

Me resta decidir donde vender. Necesito poderlos ubicar en bloque y rápido donde me los coticen relativamente bien y me paguen en efectivo. Un lugar, un mercader grande, no puede ser cualquiera. Al Parque prefiero no volver y Capillita está loco. Descartando Mercado Libre, que me llevaría tiempo y gastos de escaneo y ciber, me queda la Librería Antigua y el Club del Cómic. Ezra solo trafica ejemplares perfectos. Y aún de interesarse en mi despareja colección, con su hábil juego de regateo, pretendería sacarla por centavos, para después valuarla en dólares. No hay más que pensar. El candidato es ElTony. Aparte, es con quien mejor vínculo conservo y no anda con ninguna historia extraña. Mañana a primera hora lo llamo. No puedo correr el riesgo de no encontrarlo. La nafta apenas me va a alcanzar para llegar al centro.

De modo que, en vez del mar, el lugar para arrojar los restos del Indio será el Club del Cómic. Debería meter, entre los ejemplares, una foto de Graciela. Hoy es noche de despedidas. Esta colección, trabajosamente construida a lo largo de más de una década, merece un digno adiós, a diferencia del que tuve con mi tercera ex mujer. Estoy demasiado cansado para revolver y saco al azar una revista.

No puedo creer que le toque en la ceremonia nada menos que a la noventa y cinco de Correrías de un Pequeño Gran Cacique, “Monaguillo del diablo”, con la que comencé a ser un precoz coleccionista, cuando sostenida por un transeúnte desconocido me deslumbró su tapa y salí disparado a comprarla en el kiosco de Caram, en el tan lejano noviembre de 1965, fecha a la que me remite su primer hoja cuando la abro, y con ella a toda mi historia.

Sigo pasando páginas. La trama comienza a insinuarse -después de una sumatoria de travesuras del Porteñito, que colman la paciencia de la Nodriza- con el arribo a la estancia de un fraile, exiliado de la capilla donde habitaba a raíz de un incendio.

Un fraile y el fuego.



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En el texto hay: comic, coleccionista, historietas

Editado: 24.07.2019

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