Las Claves Del Indio

X. APARICIÓN DE LOCURAS

En otro después, bastante después de ese antes en que me diera cuenta del sentido total de una expresión fallida del chico que pedía en una plaza de Zárate. Bastante después de que iniciara la colección con la noventa y cinco, ”Monaguillo del diablo”, y con la ciento siete, “Platos voladores”, del Indio. Bastante después de mudarme al barrio del hospital, a la casa en que mi cuarto terminó siendo un baño por construir. Uno o dos meses antes que, ahí mismo donde la colección empezaba a deteriorarse, aquel pibe intentara profanarla con un robo. En julio del ’68 para ser más precisos, cuando las Grandes Andanzas del Indio junto a su Padrino andaba por la número ciento cincuenta, “La fórmula secreta”, y la Correrías del Pequeño Gran Cacique por la ciento treinta y ocho, “La gran revelación”, y comenzaban a cambiar los diseños de las tapas, y a abreviarse las leyendas que las identificaban, para que cada una terminara teniendo una identidad contundente y diferenciada (sólo Andanzas, sólo Correrías) en función de la nueva que se añade a la familia, a mi colección que ya lleva en total ochenta y seis ejemplares, es recién entonces que voy a presenciar, voy a ser protagonista, voy a ser contemporáneo al acontecimiento. Se largan a la calle las Locuras del Rey de los Play-Boys y yo voy a tener la número uno, “¡Vivan los novios!”, desde la número uno.

Pero semejante suceso me enfrenta a un problema asquerosamente prosaico. Dejaron de salir mensualmente, para tener una frecuencia de veintiún días. Esta alegría por la nueva publicación y por tener en el kiosco prácticamente una de ellas cada semana, se ve empañada, porque eso implica pedir plata con más frecuencia para comprarlas. Mamá protesta, pero me propone un canje: limpiar los muebles, mi primer trabajo. Quizá, si me esmero, puedo sacar lo suficiente para comprar otras que me interesan y no son de la familia. Mamá siempre accede, más ahora que trabaja y maneja su propio dinero. Empiezan las transformaciones, que culminarán pocos años después para mamá.

No leía diarios en el ’65, y seguía sin leerlos en diciembre del ’68. Sí, en cambio, empezaba a hojear las Semanales del Indio, más dirigida a los adultos, en la casa del centro, la casa familiar, la de los abuelos, muertos ellos y habitada entonces por los tíos solterones, que también, alternativamente, me cuidaban, cuando mamá lo cuidaba a papá. Mi cuarto era el del tío mayor, que se llevaba a la cama la botella de tres cuartos de Toro Viejo, comenzada en la cena, para agotarla y así conciliar el sueño, mientras leía una Semanal. Terminar –la revista, no la botella- le llevaba varias noches. Su sección preferida, “Jovito Barrera, un barrilete sin cola”, la dejaba para lo último. Recién ahí podía yo acceder al ejemplar. Pero la entrega conllevaba una ceremonia, en la que mi tío, que sería padrino –como el del Indio- de mi primera comunión, ensayaba conmigo, en latín, la señal de la cruz, culminando, luego del amén, con un blasfemo pedorreo.

Entonces, Correrías, Andanzas, Locuras y los episodios unitarios de Indio y Padrino, en las Semanales, era lo que leía por diciembre del ’68, cuando pusieron una bomba en Lambaré 1012, la editorial. No leía diarios y por lo tanto no me enteré de eso. No sabía entonces quién era el Che, ni llegaba a comprender muy bien el significado de la barba del Padrino en la tapa de la número seis de Locuras. Recién unos años más tarde empezaría a entender todo eso con alguna claridad. Recién cuando las transformaciones culminaban para mamá, con su muerte, y se gestaba otra terrible realidad. Y la primera colección ya no existía, porque yo había empezado a leer diarios, y había dejado de leer historietas.



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En el texto hay: comic, coleccionista, historietas

Editado: 24.07.2019

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