Las Claves Del Indio

XVIII. TERRE MAGELLANICHE

Otro cartelito, también en Saladillo, pero no puesto por mí sino visto al pasar una tarde de lluvia, en que paseo aburrido con el auto, un cartel rudimentario, pegado en la ventana de una casa humilde, construcción de los años cuarenta, resulta promisorio: "Vendo antigüedades, libros, revistas, preguntar acá".

Freno, estaciono, y vuelvo media cuadra hasta el lugar, para preguntar ahí.

Toco el timbre tres veces. Dudo que funcione, golpeo. No atiende nadie.

A unos metros hay un kiosco, pregunto. Lo del Chiquito Cabello, sí –identifica de inmediato la kiosquera- Golpee fuerte, es medio sordo.

Vuelvo, insisto, finalmente abre la puerta una chica de unos veintipico, con aire hosco, de anteojos culo de botella, regordeta, bobalicona, que me remite automáticamente a la imagen de aquella otra, la de la galería de Luro e Independencia, en Mar del Plata, donde –casi incumpliendo un mandato de mi segunda ex - mujer- inicié con “Monaguillo del diablo” mi segunda colección.

El destino, pienso, pero no me divierte la idea, sino que aparece una extraña inquietud, como la que se apodera de mí cuando -en el Casino de Mar del Plata o en el flotante o en el de Tigre, o en el de Zárate, donde encontré al Enrique- presiento que la maquinita en la que estoy jugando está a punto de inundarme de monedas, pero temo que no me quede resto para llegar a esa instancia.

Le digo qué busco y contrariando la idea de haberle generado recelo, me invita a pasar de inmediato. Se pierde en un pasillo oscuro, mientras me deja solo en el living, íntegramente ocupado por una enorme mesa y un clavicordio, ambos haciendo honor al cartelito de la puerta. De las ventanas que dan a un pasillo lateral cuelgan cortinas de cretona, a través de las cuales se entrevé un cúmulo de objetos arrumbados.

Sobre la mesa hay cuadernos de colegio en proceso de corrección, por lo que deduzco que la anteojuda es maestra, quizá de una escuelita rural, rol que le cabría a la perfección, como lo de tocar el clavicordio. Flota en el ambiente olor a fritanga, que ya se tendría que haber desvanecido, desde la hora del almuerzo, dado que en los pueblos se come temprano, a no ser que el aroma se encuentre impregnado definitivamente en las paredes y el techo y los muebles de esa casucha cerrada.

No sé por qué se me ocurre que no la habita ninguna otra mujer que la maestrita, hija del Chiquito Cabello, un viejo viudo, al que debe haber ido a despertar de la extendida siesta. Nadie más que un anciano petiso y rechoncho de grasientas milanesas y una muchacha quedada, que se las ha cocinado por años, al volver de su humilde escuela de campo. Ahora lo fue a despertar de la siesta, y acá la siesta es sagrada. Sólo puede ser interrumpida por un asunto importante. La maquinita empieza su ciclo pagador, preanuncia el maravilloso tintineo de la intensa lluvia de monedas y yo voy a llegar a recogerlas. Por cierto, en Saladillo llueve intensamente.

Llega por fin, escoltado por su abnegada pariente, el Chiquito Cabello y, efectivamente, tiene un aire somnoliento. Pero es alto y pelado. Extremadamente flaco, también, parecido al brujo de la tribu de las Correrías. Eso sí, es viejo, pero más de lo que suponía. Debe tener unos ochenta largos, por lo que descarto que la anteojuda sea su hija. Debe ser su única nieta huérfana. Se han cuidado mutuamente en la vida. Igual que el brujo enemigo del Caciquito con su Nieto. Sólo que Chiquito Cabello no parece poseer ni por asomo la astucia de aquél.

Me invita a sentarme y le tengo que repetir el motivo de la visita, o sea que la anteojuda lo debe haber despertado diciéndole que lo busca un señor, ni debe haber entendido lo que le dije, me hizo entrar de puro aburrida que estaba, nada más. Siempre me recuerdo que tengo que frenar mis expectativas, y nunca me hago caso. Encima, ahora, el Chiquito Cabello agarró por el lado de los indios...

-¿Las del Indio, dice? Le deben haber contado que por esta zona supo haber malones, y de los grandes. Con decirle que acá nomás, en De La Riestra, un pueblo vecino, un curita –no me acuerdo ahora el nombre- salió solito su alma a enfrentar un malón que estaba rodeando el pueblo, para saquearlo... No sé qué les habrá dicho, cómo los convenció, pero los indios no entraron, pasaron de largo... La capilla de ahí lleva su nombre en homenaje al cura éste –puta, no me puedo acordar el nombre, los años no vienen solos-. Gran preocupación la de los malones en esa época. Yo conseguí... consigo muchas cosas en remates de estancias, me vienen de todos lados a comprar, con decirle que yo le vendía al arquitecto éste que era dueño de todos los puestos de San Telmo, no me sale el nombre ahora, el que tuvo un cargo en la municipalidad de Buenos Aires, que salió en el diario con foto y todo... Yo le mostré la foto a la difunta y ella no lo podía creer... ¿Este no es el vago que viene cada tanto a comer asado y se emborracha con vos? Porque el tipo era así. Uno lo veía en la foto, de traje y corbata, leía lo que decían de él y qué se iba a imaginar que venía acá, a mi casa y nos quedábamos chupando toda la tarde, hemos pasado de largo hasta la madrugada más de una vez, vea, contando historias de antes, hablando macanas. De pantaloncitos cortos, alpargatas, boina, quién se lo va a imaginar. Yo comentaba lo importante que era y no me creían, son bolazos que inventás, me decían. Hasta que salió en el diario. La gente es así, hasta que no lo ven en el diario o lo pasan por la radio, no creen. Tengo el recorte guardado de La Nación, ahora se lo busco y le digo el nombre... Un bohemio, el tipo, no se daba dique para nada... ¿Pero qué le estaba contando? Ah, sí... que un remate de estancia conseguí unas doscientas cartas de Rosas, a los jueces de paz de esta zona... Lobos, Cañuelas... Como nuevas están, conservadas con el lacre y todo... Se leen lo más bien, tenía linda letra el hombre. Los controlaba con mano firme a los jueces de paz, quería saber de la caballada existente, que le pasaran todos los datos... por donde andaban los indios, si estaban quietos, si se movían... Vendí un montón de esas cartas a unos historiadores que vinieron de un museo, pero todavía me quedan muchas, ahora se las traigo para que vea que no miento... Tengo también documentos originales de la campaña al desierto... Ahora se los muestro... Las del Indio, quiere usted... ¿Ese era Tehuelche, no?. Gigantes, los Tehuelches... Yo de chico vivía en Buenos Aires con mis padres, que en paz descansen, y por ese entonces vi al último de ellos, el último de los caciques Tehuelches... ¿Que sería? Por el año '30. Sí, yo no pasaba de los doce cuando lo vi, así, adelante mío, como lo tengo a usted ahora... Lo exhibían como un trofeo, lo habían traído cautivo. Era centenario, pero tenía una estampa, parecía un árbol de derechito y alto, muy bien plantado el hombre a pesar de la edad... Huake, se llamaba, así con ka... pero vea los caprichos de la memoria, no me acuerdo del nombre de gente que ha comido en mi mesa y sí me acuerdo el de este indio, que vi una sola vez en la vida a los quince o dieciséis años... Es verdad lo que dicen que lo que uno aprende de chico no se lo olvida más... Una vincha con tres plumas en la cabeza tenía. Y un poncho larguísimo, que casi le llegaba a los pies. Huake, mire usted. Aonikkenk era el nombre de original de esa tribu, también con ka las dos veces y la del medio repetida, más tarde le pusieron tewelches pero con doble ve, no con u, como lo escriben ahora, ¿vió? De eso me acuerdo muy bien, porque lo leí en el libro del cura... Otro cura... Italiano, era... Por ahí me sale el nombre... Un trashumante que le gustaba filmar a los indios... ¡Filmar! ¿Sabe de qué época le estoy hablando? Entre el '20 y el '30, más o menos. Y el tipo ya filmaba películas... Documentales, creo que le dicen... Anduvo con su cámara al hombro por todo el sur filmando vida y costumbres de los Tehuelches. No hace mucho, leí en el diario, encontraron los rollos de casualidad y los arreglaron como para pasar la película y que se pueda ver. Hicieron un bombo bárbaro con esa noticia, y yo ya lo sabía de hace añares... Los Tehuelches. Ha escrito un libro este cura donde estaba lo del nombre de Aonikkenk ... ¿cómo le dije que se llamaba el cura?... Yo lo he leído, aunque le parezca mentira. Siempre he sido un hombre curioso, aunque la finadita le llamaba perder el tiempo a estas cosas... Les gustaba cazar. Y cuando llegan los españoles y descubren el caballo, pueden empezar a avanzar más hacia el norte...



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En el texto hay: comic, coleccionista, historietas

Editado: 24.07.2019

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