No te escribo para llamarte, ni para pedirte que vuelvas. Te escribo porque necesito entenderte. Siempre apareces de formas distintas: a veces suave, como una brisa que apenas se nota; otras, como un huracán que arraza sin preguntar. No sos constante, ni predecible, ni dócil. Pero, aún así, todos te buscamos, incluso los que dicen no creer en vos.
A veces te disfrazas de alguien que llega con buenas intenciones, y te vas dejando un vacío enorme. Otras veces, te escondes en los gestos más simples: una mirada que dura un poco más de lo normal, una charla que se siente liviana, una risa que suena como casa. No siempre doles, pero siempre marcas. Te encontré en canciones, en silencios, en momentos donde no había nadie. En esas veces en que algo me hizo sentir viva, aunque no supiera explicar porque. No sos solo lo romántico, ni lo perfecto. Sos también lo que enseña, lo que rompe, lo que cura después de romper. Sos la contradicción más humana que existe.
Y aunque a veces quiera olvidarte, siempre Volves, de alguna forma. Porque estás en todo lo que tiene sentido: en el arte, en los abrazos, en los recuerdos, en las ganas de seguir creyendo en algo. No necesitas nombre ni rostro, porque te apareces igual.
Tal vez por eso nunca te entendemos del todo. Porque no sos algo que se piense, si no algo que se siente, incluso cuando duele.
Y, a pesar de todo, gracias. Por recordarme que todavía soy capaz de sentir algo real, de sentir algo humano, aunque no siempre te quedes.
Al final, creo que no importa entenderte. Solo sentirte. Aunque sea por un momento, aunque después duelas un poco.
Porque eso también es vivir.