Sofía esperaba pacientemente al golpear la puerta de la casa de Emanuel. Al abrirse la puerta, chirrió. Dentro de ella había emoción acumulada; ahora podía ir más profundo, conocer el mundo que estaba sitiado en la cabeza de Emanuel, podría trabajar desde un nuevo punto de vista.
A su encuentro salió una anciana; tenía canas y su peinado estaba sujeto a su cuero cabelludo. Llevaba una bufanda violeta, su rostro estaba arrugado y sus ojos azules estaban abiertos; ella trataba de mirar a través de sus anteojos.
—¿Otra vez tú? —dijo la abuela enfadada.
No miraba a Sofía. La psicóloga volteó y no vio a nadie, y supuso que los problemas venían de familia. La señora miró alrededor asustada, tomando la mano de la doctora y de un sopetón la metió dentro; ella aterrizó sobre un sofá de cuero desgastado color café.
Una voz alegre preguntó: —¿Quién era Teresa?
La anciana contestó: —Una señorita muy bien vestida, parece que anda buscando algo —dijo la anciana observando con curiosidad a Sofía.
Sofía extendió su mano para saludarla y ella, devolviendo el gesto, observó.
—Veo que tú no eres de planchar, ni menos lavar trastes —dijo Teresa acercando sus grandes ojos a la mano de Sofía.
En ese momento, una voz ruda llegó desde el fondo del patio.
—Señorita Sofía —dijo Roberto extendiendo su mano e invitándola a que se sentara—, Emanuel estuvo hablando toda la noche de usted. —En su voz se expresaba enojo.
—¡Qué bueno que haya venido! Emanuel estará alegre de que se quede a comer con nosotros —dijo la voz alegre que provenía de la cocina.
Sofía estaba ansiosa; quería conocer más. Sacó su cuaderno y un lápiz. Aprovecharía esta ocasión, obtendría toda la información posible de la familia.
—¿Tomará apuntes de mis viajes por el mundo? —preguntó Teresa muy emocionada—. Le comentaré todos los lugares que he visitado en mi vida y cómo me enamoré del padre de Roberto —dijo la abuela mirando el piso triste.
—No le haga caso —dijo Roberto con su voz ruda—. Ella siempre necesita ser la atracción.
—No digas eso, Roberto —dijo la voz alegre—. Tú sabes que tu madre siempre fue especial. Mientras ella hablaba, se escuchaban ruidos de platos.
Sofía observaba minuciosamente el comportamiento de la familia; quería sacar algo que la llevara a Emanuel y a lo que ocurría en su mente, pero se encontraba con una familia más que normal. Una anciana que necesitaba que alguien la escuche, un hombre cansado de lidiar con su mamá y que mostraba disgusto hacia Emanuel. Al rato apareció Lidia; traía una bandeja, la cual apoyó en la mesa ratona; traía bizcochuelo, manteca, dulces, café y una taza de té que la abuela había pedido.
—Tenemos que comentarte la verdad —dijo Lidia con su voz alegre; era una mujer delgada con el cabello color ceniza y rulos pequeños.
El tío Roberto se puso rojo, y la abuela se había perdido con un bizcochuelo en su boca. Lidia miró a los tres con su rostro feliz.
—Emanuel está preparando su cuarto para ti, quiere mostrarte su mundo que ha fabricado a lo largo de estos años. Son muñecos pequeños; tiene muy buena mano con la madera. Le he dicho muchas veces que hable contigo de esto, pero se ha resistido. —El rostro de Lidia se tornó rojo—. Discúlpeme, señorita, es un placer tenerla en este lugar; me honra saber que quiere sacar adelante a mi pequeño. Su madre tenía el mismo problema y su padre no pudo controlar esta situación y dejó sola a mi hija.
Roberto estaba enojado porque tenía que contarle que Emanuel era su nieto: —Siempre me presenté como su tío, me da vergüenza, ese es mi mayor enojo; el chico no tiene la culpa. A veces lo miro —y por primera vez quito la reprimenda de su corazón—, disculpe nuestra imprudencia, sé que está mal hablar así de los suyos, pero estaba ahí y tenía que quitarlo de adentro. Si usted notó mi enojo, mi rabia, mis celos, deber a otros abuelos, disfrutar de los años, yo he tenido que cubrir gastos en todo tipo de médicos, y nadie ha salido como usted a visitarlo.
Lidia se quedó con la boca abierta de escuchar a Roberto, reprimió su enojo y lo dejó ir, entendiendo a su marido; después de todo, él se tenía que descargar.
Sofía anotó cada palabra que escuchaba; por primera vez no tuvo que preguntar nada; esta vez los pacientes hablaban y abrían sus corazones.
—Por primera vez, entiendo un poco más la mente de Emanuel —dijo ella entusiasmada.
—Trate de no entenderlo —contestó la anciana.
Ella lo miró y quiso preguntarle por qué no debería entenderlo, pero la anciana se adelantó y contestó.
—Usted lo va a entender, cuando acabe de verlo con sus propios ojos —dijo la anciana engullendo una rebana de bizcocho de chocolate con caramelo.
Ella volvió a anotar este último pedido; podría ser que algo más estuviera oculto y no sabría cómo descifrarlo. Algo le faltaba y no sabía qué podría ser. En su anotador escribió algo, pero lo borró varias veces porque en un momento se sintió confundida por el pedido y le molestaba. Empezó a sentir un mareo; poco a poco todo empezó a girar alrededor de ella.
Al cabo de un rato, ella despertó faltándole el aire; algo la estaba tomando del cuello. Ella logró soltarse. Ella miró al hombre vestido de negro; llevaba una capucha y en su rostro había maldad.