Sofía no sabía si decir lo que sentía. ¿Qué diría frente a sus colegas? Le he dado la razón a un muchacho que aún no hemos confirmado su enfermedad; estoy confirmando el diagnóstico sin evaluaciones, ya confirmo sin consultas previas, negar lo que sentía dentro. Ella se llevó la mano a la cara, se sintió entre la espada y la pared.
—¿Ese silencio quiere decir que estoy en lo cierto? —preguntó Emanuel con una sonrisa en su rostro.
Sofía no quería negar la pregunta de Emanuel, tenía razón, ella lo sentía así. —Tienes razón, Emanuel, esto va en contra de mis principios, tengo que admitir que te creo, no puedo negarlo.
El muchacho saltó de alegría; él sabía que este día llegaría. —Yo sabía que un día llegaría; hoy la profecía se cumple —se llenó de entusiasmo—. Hoy, si me lo permites, estaremos allí corriendo por los valles, girando en los arroyos, saltando de campo en campo, riendo por el reino.
Ella lo miró y no entendía qué significaba la profecía. —¿A qué te refieres con la profecía?
—Hoy se cumple, la reina vendrá del más allá del cielo, descenderá de su trono, y ella cumplirá la justicia junto al rey. —dijo Emanuel.
Emanuel corrió a un lado de la recámara trayendo una hoja verde; la colocó frente a una botellita de vidrio llena de agua, colocó una taza blanca, corrió al otro extremo, trajo una hoja, luego trajo tinta y una pluma. La doctora miraba cómo corría de lado a lado; luego trajo un pedazo de madera y fue colocándolo delante de ella.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Sofía, incrédula.
—Tienes que firmar, si tú crees que quedará cerrado dentro del cofre; una vez que firmes y la depositemos dentro, podremos entrar, las puertas se nos abrirán —dijo Emanuel muy entusiasmado.
Sofía vio a Darío escribir con una gran caligrafía; se desempeñaba muy bien. Escribió por varios minutos; cada vez que la tinta se secaba, la pluma volaba rápidamente sobre el tintero. Al finalizar la escritura, la depositó ante ella.
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó inquieta, dejándose llevar por el mar de emociones de Emanuel. —Esto tiene que tener un fin —pensó—. Aquí va a la basura toda mi carrera, pero qué más remedio, he abierto mi gran boca, no quiero darle a Emanuel un disgusto más: las pastillas, el tiempo que se la pasa aquí dentro. Ella no leyó absolutamente nada, solo tomó la pluma y la firmó.
—Concluimos, no hagamos esperar al comité —dijo Darío emocionado.
Corrió rápidamente; debajo de su cama había un cofre viejo con su nombre, era de color marrón oscuro. Dobló la carta depositándola dentro.
—Ahora tendremos que esperar —dijo Emanuel—. Si ellos aceptan, la puerta se abrirá.
Ella se acomodó en la silla y esperó un tiempo prudente. Emanuel calló; tras quince minutos, ella miró su reloj. Pasaron con Emanuel cuatro horas; era tiempo de marcharse, pensó, pero le daré una chance: diez minutos más. Los minutos pasaban hasta acabarse el tiempo. Emanuel estaba inquieto; pensaba que la puerta se podría abrir en cualquier minuto, pero para su absoluta sorpresa, nada ocurrió. En ese momento el celular de Sofía sonó; los dos se asustaron, ella atendió y entendió que era momento de marcharse.
—Es mi momento —dijo Sofía; sabía que dentro de ella nada pasaría, todo estaba en la mente de Emanuel—. Te he programado una cita para mañana, no falles, mañana estaremos en contacto nuevamente, tengo que marcharme.
—No te puedes ir, dentro de poco la puerta se abrirá. ¿Qué le diré al comité?
—Ellos entenderán, diles que he tenido que ir a trabajar —contestó con una sonrisa Sofía.
—Es que tú no entiendes —dijo Emanuel; su rostro había cambiado; él se sintió preocupado.
—Emanuel, no te preocupes, entiendo tu angustia, pero es necesario que me vaya, tengo una junta médica, mi reloj dice que estoy retrasada. —Ella dio media vuelta y sintió una brisa proveniente del cuarto.
Emanuel se levantó y algo frío le pegó en la cara. Sofía volteó su rostro y recibió una ventisca helada; ella cayó de bruces sobre un colchón helado, y cuando alzó la mirada, una burbuja frente a ellos dos se abalanzaba sobre el cuarto, disolviendo las ventanas y el piso, y en su lugar, unas hojas empezaron a recubrir el cuarto y poco a poco empezó a nevar. El picaporte empezó a desvanecerse en el aire, el cielo vestía de naranja, el cuarto empezó a esfumarse ante los ojos de la doctora; todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Ella se incorporó y trató de salir por la puerta del cuarto; en un instante, el cuarto había desaparecido. En cambio del cuarto había pinos altos; el silencio era cruel, solo se oía el silbido del viento que traía copos de nieve sobre la cabeza de Sofía. Emanuel había desaparecido.
—¿Qué ha sucedido? —pensó por un momento Sofía, sintió miedo, y el frío la invadió devorando cada parte caliente de su cuerpo—. ¿Entonces Emanuel tenía razón, o esto es un sueño? —pensó sin saber cómo reaccionar.
Estaba tan confundida que el frío no la dejaba pensar. Sacó su celular que estaba escondido dentro de su traje; la señal estaba muerta, la hora se movía como un cronómetro, como si el tiempo disparara.
—¿Qué le pasa a esta cosa? —dijo enfadada.
En ese momento escuchó el crujir de los árboles detrás de ella; ella miró y solo atino a correr, tratando de esconderse. En ese momento aparecieron dos hombres, uno de ellos llevaba el suéter de Emanuel en la mano.