Sofía sintió perder el aire, se hundió en el agua, saliendo nuevamente, y poco a poco el río amainó su curso. Ella sintió que algo la estaba deteniendo, se incorporó con sus últimas fuerzas, notando que una cuerda la estaba deteniendo. Todo tipo de cosas había contra la cuerda: venados, ardillas y otros animales que no reconocía. Con sus últimas fuerzas avanzó hasta tocar tierra; al llegar, empezó a vomitar. El golpe pútrido de los animales que tuvo que correr la hizo vomitar ni bien tocó tierra mientras se reponía. Una flecha cayó cerca de ella; sin preguntar qué fue, comenzó a correr dentro del bosque que estaba frente a ella. El bosque era tupido y no se veía el cielo; la nieve escaseaba, pero sintió frío. Una de sus piernas estaba entumecida y se obligó a no dejar de correr. Nunca pensó vivir esto y menos en los tiempos modernos, pero este lugar no era moderno, parecía primitivo, y alguien estaba en casería, alguien necesitaba comer; ella era la presa.
Mientras corría por el bosque, pensó en que su cuerpo no le fallara. Ella era una chica que ocasionalmente corría por las tardes cerca de la casa como Jobi. Alguien necesitaba su cabeza o tal vez estaba usurpando su territorio, solo que no quería averiguarlo. Pensó que Emanuel ahora estaba muerto, sintió culpa, ganas de gritar y salir de ese lugar, pero supo que no sabía cómo, que era otro lugar, algo que nunca había visto la modernidad; no había consulado, no había policía a la que acudir, no podría llamar al novecientos once por sus dolores, nada de lo que ella conocía estaba en este mundo, nadie entra por una burbuja que en un abrir y cerrar de ojos se come una habitación hasta que desaparece. La noche se estaba acercando, no sabía qué hacer; habrían transcurrido una o dos horas. Sudaba, su cuerpo pedía a gritos que se detuviera, estaba asustada. Tropezó unas cuantas veces cerca de un arroyuelo, miró a su alrededor antes de ponerse en pie, solo que su cuerpo ya no se lo permitió. Tenía raspones por todo el cuerpo, su cabeza estaba machucada; se llevó la mano hacia su cuero cabelludo y sintió algo viscoso, pensó que lo peor era sangre. Su corazón trataba de bombear sangre lo más rápido que podía.
—¡Creo que está por aquí! —dijo una voz tosca; parecía ser la misma voz de hace una hora.
—Maldición, maldición, ¿cómo es que me persiguieron? —dijo en voz baja, intentando incorporarse.
—¡Allí está! —dijo otra voz que no reconocía.
—¡No dejen que escape! —dijo una tercera voz.
Sofía miró a su alrededor; sus piernas estaban entumecidas, su corazón rugía de rabia. De pronto, todo se volvió oscuro a su alrededor; sin más remedio, sintió voces que hablaban fuertemente; no sabía si era producto de su imaginación.
De pronto se encontró en su cama, prendió la tele; el noticiero hablaba de la pérdida de una mujer; al mostrar la foto, era ella. La buscaban, la recompensa era millonaria, se hablaba de un secuestro. En ese momento, Gabriel la tomó por la espalda, abrazándola fuertemente.
—Te extraño cada día más, ¿dónde estás? —preguntó Gabriel.
—En tus brazos, donde pertenezco —contestó ella, sin saber por qué hacía esa pregunta, si ella estaba allí.
En ese instante, Gabriel caminó hacia la ventana del cuarto y volvió a preguntar dónde estaba Sofía. Ella se paró frente a él, golpeándolo en el rostro. Él la miró y comenzaron a caerle lágrimas de sus ojos.
Él volvió a preguntar: "¿Dónde estás? Ahora eres un recuerdo que abofetea mi corazón".
Ella, sin entenderlo, empezó a sacudirlo, diciéndole: —No me fui, estoy a tu lado, ¡concentra tu mirada en mí por dos segundos! —dijo disgustada.
En ese momento, la puerta se abrió; un hombre de traje negro llevaba una copa en la mano, una galera y un bastón.
Gabriel —dijo su voz densa—, nada podremos hacer, está perdida, o muerta, o quién sabe qué sucedió.
Sofía miró al hombre; en ese momento el televisor se apagó. Gabriel estaba en la puerta; ella quiso correr y no pudo. En ese momento, un hombre de capucha negra cerró la puerta mostrándole un colgante. De pronto despertó en una cama mullida. Su ropa se cambió por unas cómodas; era un vestido blanco, no lo podía definir. Mientras inspeccionaba su cuerpo, tenía vendas en la pierna derecha; de hecho, le dolía. Quiso levantarse, pero alguien le chistó que no lo hiciera.
—No puedes levantarte, hace frío y puede que tu pie esté infectado; solo haz reposo, quédate tranquila, aquí estás a salvo —dijo una voz que provenía de la esquina de la recámara. Estaba oscuro y la chimenea estaba encendida; había olor a comida por todo el cuarto. —Dentro de poco estará la cena —dijo nuevamente la voz.
Sofía estaba asustada; no sabía qué había pasado con todas sus pertenencias. El hombre se levantó y se marchó. La doctora pudo ver a un hombre que llevaba una corona; parecía ser el rey. Llevaba puesta una capa de cuero púrpura, sus hombros eran anchos, tenía una espada envainada. Parecía alto; ella se quedó mirando el fuego que ardía sin parar, pensó en Emanuel y quiso llorar. Él estaba muerto, no podía hacer nada por sepultarlo; esta situación la estaba dejando sin aire, no sabía la hora; pensó en un momento en sus pastillas.
—Tengo que salir de aquí —pensó.
Solo que desistió de ese pensamiento, meditó dónde iría; las posibilidades de sobrevivir allí fuera eran nulas. Se acomodó en su cama dejándose vencer por el sueño, pensó en Emanuel, volvió a soñar. Esta vez Emanuel entraba por la puerta; él estaba totalmente repuesto de su enfermedad, no había síntomas, su rostro brillaba y poco a poco su persona cambiaba hasta ser alguien de porte varonil; sus largos cabellos se enredaron sobre una espada.