Sofía se sentía preparada. Tras unos minutos, tomó un vestido lila que hacía juego con unos zapatos, se recogió el pelo, llevaba la gargantilla que le había obsequiado su abuela, se colocó unos aros de plata en los que llevaba incrustados unos diamantes violetas y se acomodó el vestido. Al terminar, alguien tocó la puerta; en ese momento se acordó de Emanuel, se llevó la mano al rostro, pensó en él, que estaba muerto, y ya no podía hacer. En ese momento volvieron a golpear la puerta; Sofía saltó de sus pensamientos y abrió la puerta. Fuera había un soldado con un casco dorado; en su pecho había una insignia, una corona incrustada con perlas preciosas. El soldado agachó su cabeza invitándola a seguir con sus manos; él se retiró y la esperó afuera. Sofía se impactó al ver el corredor: el techo era antiguo de piedra y roble en semicírculo perfecto; el piso estaba adornado de piedras negras, perfectamente cortadas.
—¡Estoy en un castillo! —se dijo extenuada.
El soldado prosiguió, doblando por un pasillo con un gran ventanal. Era de marfil; delante había una gran catarata congelada que se perdía sobre el abismo. Era un día ventoso; ella siguió caminando, extenuada por la inmensa construcción. Los arcos de piedra eran interminables. Llegaron a un pequeño patio de flores; había una gran escultura: un hombre estaba sobre un montículo de piedra intentando erguir una bandera.
Debajo expresaba: al hijo del rey, sus hazañas están plasmadas sobre esta escultura.
El guardia volvió a doblar y el jardín se perdió de vista. Unos jarrones del tamaño de un elefante estaban en las columnas rojas; las paredes estaban pintadas de blanco. Las flores colocadas sobre los jarrones parecían árboles arrancados por un gigante. Sobre una puerta había dos gigantes esculpidos custodiando la entrada; detrás de una de las patas salió un soldado, haciendo sonar una campanilla. Al cabo de unos minutos, una criada apareció con un gran tapete de piel. Sofía se lo colocó con la ayuda de la muchacha. Sofía estaba maravillada; jamás había visto puertas esculpidas de esa manera. Eran dos hombres: uno sostenía la luna y el otro intentaba alcanzar el sol. Los colores resaltaban cada detalle de la gran puerta; tendría un espesor de cuarenta centímetros. Los goznes chillaron dando paso a un gran viento helado.
—Aquí estamos debajo de la montaña, tenga cuidado, puede que el piso esté resbaladizo, ayer hubo tormenta —dijo el soldado.
En ese momento, una criada tomó su brazo fuertemente. —No se preocupe, ahora está en mis manos, no se caerá —dijo la criada; era una muchacha joven.
Enfrente, el tapado la cubría del frío; al menos hacía diez grados bajo cero. De su aliento salía vapor. Al cabo de unos minutos llegaron a otra inmensa puerta; en esta puerta estaba tallada una flor con un hombre sentado, que llevaba una gran corona de oro. Detrás había un río y montañas; los colores daban vida a la puerta. Los guardias se retiraron, y dos hombres rapados se pusieron delante del soldado, extendieron un pergamino, sacaron un sello rojo. Sofía sintió que dentro de la sala salía olor a comida, había bastante agitación, gente hablando; el tumulto se paralizó al ver a Sofía. Un hombre sentado al final de la mesa se paró y dio la orden del avance del soldado; los cientos de ojos se posaron sobre la doctora. Ella se sintió intimidada; jamás había visto reyes antiguos, eso era cosa del pasado, solo que ahora no sabía dónde se encontraba, si era un futuro, un pasado o un presente en paralelo a su mundo. Ella caminaba erguida y con las manos hacia delante, como solía verlo en la tele, como las doncellas en las películas. El soldado se detuvo juntamente con ella. A su lado aún seguía la muchacha.
Ella tironeó de su brazo. —Agáchese, ese hombre es el rey —ordenó la muchacha. Mientras agachaba la cabeza, Sofía imitaba a la muchacha con respeto.
—¡No, no, no! —dijo una voz.
Cuando Sofía miró hacia adelante, el rey la miraba fijamente; junto a él, una dama de cabello blanco recogido; sobre ella llevaba una corona de perlas.
—No hagas tal sensatez —dijo la reina.
En su trono, llevaba un gran vestido real ámbar ajustado al cuerpo; era una mujer mayor.
Ella se quedó en silencio sin saber cómo actuar. La corte miraba en silencio a Sofía.
—Ven aquí —dijo finalmente el rey; estaba parado y con una de sus manos estaba dando una orden.
Sofía enrojeció; jamás había pensado estar delante de un rey. Los reyes en su época estaban en revistas, vivían alejados de la gente común. Ella dio un paso; algo tironeó de su brazo. Sofía volteó, viendo a la criada; estaba petrificada, inmóvil.
—No puedo moverme —susurró la criada.
Sofía se acercó a la muchacha; tenía lágrimas en sus mejillas, se sentía apenada.
—¿Qué ha sucedido, porque tienes esa cara de asustada? Preguntó la doctora, intrigada; ella estaba sonrojada.
—El rey me ha llamado, temo lo peor —dijo sollozando.
—¿Por qué lloras, muchacha? —preguntó el rey, de pie ante ellas.
La sirvienta se postró, temiendo lo peor. Sofía miró al rey, que medía unos dos metros; era un hombre canoso, con abundante barba. En sus manazas llevaba unas esmeraldas, tenía un cinto de cuero con enchapados en oro; sobre ellos llevaba una cadena de plata que se escondía en la espalda.
Él se acercó con sus zapatos de cuero. —Ponte de pie, niña —dijo el rey, con su voz imponente—. ¿A qué le temes? —preguntó inquietado.
—Usted lo sabe —dijo la muchacha llena de miedo—. En mis días pasados no fui una buena mujer, regalaba mi cuerpo por míseros centavos; yo sé que, ante el rey, cada sirvienta tiene que ser una virgen prestigiosa; yo estoy llena de vergüenzas.
El rey la contempló unos segundos; finalmente dijo: —Qué corazón más sincero —dijo mirando a su alrededor—. Por eso te escogí; yo te conocí de pequeña y me pesaba que estuvieras regalando tu cuerpo. Tu madre era la sirvienta de mi padre, nuestro cariño hacia ella; esta es la razón de tu visita al castillo; hoy te restituyo tu puesto. Desde ahora tu nombre será Kat-arus.