Sofía despertó exaltada; estaba arriba del hombro de Ills. Ella lo miró; su rostro estaba mudado. Miro hacia ambos lados buscando a Varagot; él los seguía por detrás.
—¿Qué ha sucedido? Pregunto extenuada.
—Señora, no quiero ser un árbol de malos presagios; tenga la amabilidad de no mirar hacia atrás, solo mire hacia adelante; mi padre se encargará de que lleguemos a nuestro destino.
En ese momento, Ills saltó un grueso tronco; Sofía entendió que era momento de apretar los dientes y esperar lo mejor. Detrás de ellos, la nube barría todo a su paso; Ills se esforzaba por correr lo más rápido posible, Varagot con su cuerpo quitaba las alimañas que salían de dentro de la oscura niebla.
—¡Maldición! —vociferó la doctora.
Ills frenó; el acantilado estaba delante de él; detrás, Varagot llegó jadeando, estaba al límite.
—Me temo que no nos queda otra opción, tendremos que saltar —dijo Ills Varagot. Asintió con la cabeza.
La doctora gritó, sabiendo que una vez más tendría que estar en el agua helada. Al caer, su rostro cayó sobre el agua; parecía que se había estrellado contra una pared. Varagot cayó detrás de ellos y, como troncos a la deriva, se dejaron llevar. Ills tomó a la doctora depositándola sobre su pecho.
—Tómese fuerte de mi brazo; no nos hundiremos. Vamos de regreso al castillo; hay que contarle al rey lo que ha acontecido.
Sofía se había sujetado fuertemente al brazo de Ills. Varagot los seguía por detrás. El río viajaba rápido y era violento. Sofía aguantó; los primeros minutos fueron fáciles, pero a medida que el tiempo avanzaba sobre el río, empezó a perder los sentidos, deliraba y, en un momento a otro, sintió sueño. Sus manos empezaron a quedarse sin fuerza, ya no coordinaba y, minuto a minuto, comenzó a tiritar. Empezó a sentir un frío sin igual; sus manos se empezaron a entumecer.
—Debemos salir del agua —dijo la doctora—. Estoy empezando a enfriarme.
Ellos no escucharon el pedido de ayuda de la doctora, ya que había empezado a alucinar. Volvió a ver todo en cámara lenta. Ills quiso tomar a la doctora cuando poco a poco empezó a deslizarse por su pecho, soltando su mano y cayendo nuevamente sobre el agua rumorosa. Los segundos corrían como estampida; la doctora estaba en serios problemas, había perdido el conocimiento; Ills lo sabía. Se acercó al padre, subió encima de él buscando a la doctora.
—Prisa, muchacho, Sofía tiene poco tiempo.
—Ya la veo —dijo Ills respirando con más alivio.
En un abrir y cerrar de ojos estaba nadando cerca de ella; la tomó de uno de sus brazos y con todas sus fuerzas tiró de ella, arrastrándola a tierra. Varagot lo siguió; en ese momento suspiraron los dos, pero aún la doctora seguía inconsciente.
—¿Qué haremos? —se preguntaron. —Tenemos que llegar al castillo; esta muchacha necesita calor. No habrá otra forma, estamos cerca —dijo Varagot, que ya se ponía en marcha.
Ills tomó a la muchacha sobre sus brazos y comenzaron a correr.
—Todavía respira —comentó Ills.
Comenzaron a correr entre los árboles; ellos enviaban mensajes a los árboles más cercanos para que abran un nuevo camino, y así fue. Los árboles que estaban tapados por la espesa nieve comenzaron a moverse a medida que avanzaron; en un instante llegaron al castillo.
—Allí está el castillo —comentó Varagot. Poco a poco, Sofía iba tiñéndose de un blanco que a Ills le preocupaba cada vez más.
Para su sorpresa, alguien los estaba esperando. Un Oloblum negro.
—¡Eldrich! —dijo Varagot al aire, cansado y feliz por verlo.
—Varagot, ¿qué ha sucedido con Sofía? —preguntó, preocupado.
—Es una larga historia; ahora sálvale la vida, Eldrich, llévala a un lugar para calentarla.
Ills la depositó sobre la montura; Eldrich azuzó al corcel con presteza, desapareciendo detrás de una loma.
Sofía despertó confundida, sobre una cama; había alguien parado frente a ella.
—¿Eres un sueño? —preguntó ella. Le dolía el rostro; aún sentía el puñetazo. Sobre su vientre, sentía las garras pesadas del lobo y el crujir de la lata cuando el Growgors quiso masticar su cráneo. Las muñecas tenían marcas; recordó que al caer sobre el agua, los pedruscos le dieron sobre la muñeca cuando los remolinos dentro del río la envolvieron.
—¡Claro que no! —el primer día de entrenamiento ha terminado —dijo Gruk—. Los soldados te tienen respeto, has ganado su confianza; el día de hoy te has convertido en una heroína.
—¿Qué he hecho? Casi muero; si no fuera por el hijo de Varagot y por Varagot mismo, hubiera terminado, vaya a saber cómo —dijo apenada.
—¿Eso es lo que piensas de ti? —dijo levantando sus gruesas cejas—. Tú has derrotado a un Growgors; nadie lo ha hecho hasta hoy. Has roto ese hechizo que nos mantenía atados a una vida que le quedaba poco tiempo; ahora nos has dado esperanza. —¿Por qué crees que te ha sucedido todo esto? —Fehelgron, él ha tratado de matarte, y no lo ha logrado; sin embargo, tú le escupiste en la cara. —Gruk comenzó a reír; hacía tiempo que no se sentía feliz—. Te espera un banquete, para que te fortalezcas.
En ese momento, Gruk dio media vuelta y la esperó en la salida.
—Cuando estés lista, avísame; estaré aquí fuera esperándote —dijo Gruk con una sonrisa en su rostro.
—¿Por qué crees que Fehelgron me quiere muerta? —preguntó Sofía.
Él volvió a dar media vuelta, contestando: —Tú lo sabes, en tu interior está el porqué a tus preguntas; en estos dos días que restan, lo entenderás.
La sala real estaba repleta; los sirvientes corrían de aquí para allá, trayendo y llevando jarras de espumante, cerveza, vino, comida y frutas. La flauta sonaba al son de las voces que entonaban canciones alegres; los comensales hablaban de la doctora; los reyes estaban ocupados atendiendo el gentío que se agolpaba con miles de preguntas. Mientras el ajetreo corría dentro de la sala, Sofía entraba sin querer ser vista. En las manos de Gruk, la doctora llevaba unos guantes negros, vestía un vestido rojo, un peinado sencillo. Al entrar, la sala quedó paralizada; ella estaba de pie y sonrojada.