El frío golpeaba con fuerza; los copos de nieve caían sobre el cuerpo de Gabriel. Él miraba estupefacto, creyó que estaría cerca de Sofía; estaba solo, muriendo de frío y sin saber qué hacer; no había señal, no había nadie.
—¿Qué has hecho, Gabriel, qué has hecho? En esto tenías que creer. Ah— grito ofuscado— ¡ayuda! ¡Alguien que me ayude! ¡Muero de frío! ¡Ah! ¡Alguien!
Entonces se dio cuenta de que el libro seguía en su mano derecha; en ese momento de ira lo tomó, arrojándolo cerca de él; cayó bajo un pino. Gabriel corrió hacia el libro.
Lo levanto pidiendo que lo lleve de vuelta a su casa. —Vamos, te pido nuevamente con toda la fuerza que me lleves nuevamente al andén, tiene que llevarme —le volvió a gritar una y otra vez.
Miro al cielo: —¿Qué tengo que hacer? —se preguntó rendido—. ¿Realmente esto es real? Perdón, Sofía, disculpa, estoy perdido en el medio de la nada y no sé qué hacer, no sé qué hacer sin ti. Estoy perdido.
Tiró el libro hacia un costado y mágicamente se escribieron otras letras, pero las letras brillaban para que él pudiera ver y leer. Él lo tomó y leyó:
GOLPEA EL ÁRBOL
Miro la luz con desapruebo; no pensó que el libro le iba a dar esa instrucción. Miro el árbol y, al golpearlo con un puño, una puerta se abrió, y quedó maravillado.
—¿Cómo puede ser? Que sepas lo que tengo que hacer.
Él entró sin pensar; dentro había un hueco donde él cabía perfectamente. Cerró la puerta y allí se quedó. El lugar estaba seco y polvoriento; encendió la linterna de su celular, que aún seguía diciendo cincuenta por ciento, y todavía la risa de su Sofía seguía allí. Miro a su alrededor, noto que era una especie de entrada a una casa, comenzó a inspeccionar, encontró cazuelas y tazas de barro, una cuchara de madera y un gran cuchillo, bien trabajado, encendió una hoguera con la madera de las sillas que estaban podridas y comenzó a calentarse; deseaba comer algo, no había ingerido nada desde la mañana, una taza de café como le gustaba, amargo, y dos tostadas compradas en el súper; no tenía tiempo para comer ni pensar en él.
Siguió buscando con un poco más de luz por la chimenea, y encontró algo que comer: carne seca; la olió y parecía no estar rancia. Cortó un pedazo con el cuchillo que encontró y lo disfrutó como si estuviera comiendo chocolate. Al saciar su hambre, encontró un cobijo y allí se improvisó una cama, se acomodó y durmió como un bebé.
Al día siguiente sintió frío; por la puerta se veía claridad, el fuego estaba casi extinto. Asomó su rostro por la puerta que estaba a un metro del suelo; el sol había salido y lo único que se veía era nieve y árboles. Se llevó la mano a la cabeza, preocupado; sin saber qué hacer, miró su celular y notó que la hora en su celular siempre marcaba las doce del mediodía.
Recordó que el libro lo estaba guiando, lo tomó y lo extendió sobre la mesa, pero esta vez no hubo respuesta; sus cejas se fruncieron, lo cerró y lo volvió a abrir, y las letras se replegaron hasta quedar cada página en blanco.
—¿Qué le sucede a esta porquería, también tú te has averiado? —Maldita porquería.
Tendré que seguir de alguna manera, no puedo quedarme aquí encerrado; si esto me dio ayuda y hasta aquí me ayudó, quiere decir que estoy cerca de Sofía y no me daré por vencido; esto no me ganará.
Comenzó a buscar un bolso para llevar en el viaje que debía emprender; no sabía a qué se iba a enfrentar. Lo primero que tomó fue el cuchillo; lo guardó bien bajo su ropa por si surgía algún problema. Estaba en tierra no conocida y no sabía si estaba en otro mundo o estaba en algún país como Canadá, o si había sido devuelto en el tiempo; estaba un poco confundido con esa teoría, pero nada de lo que pensara podía ser irrelevante.
Encontró unas botas que parecían ser de algún animal, se las probó y le quedaban perfectas, junto con abrigo grueso. La llevo al bolso, tomo la carne seca y unas frutas disecadas. Así salió sin decirse más.
Lo único que había en su mente era Sofía; necesitaba encontrarla. Esto no podía ser casualidad; ella tenía que estar cerca. Antes de salir, miró el libro.
—Dejarte aquí sería una estupidez —se dijo.
Y rápidamente lo metió dentro de su bolso, abrió la puerta y había comenzado a nevar nuevamente. Miró hacia ambos lados y no escuchó nada; observó un búho que, de susto, salió volando. Caminó un rato sin saber si caminaba hacia la dirección correcta, decía dentro de sí. Solo sigue tu instinto. Llegó a un barranco, donde se veía a la lejanía una montaña; la nieve tapaba casi todo. Divisó a lo lejos una cabaña; de la chimenea salía humo. Buscó una forma para bajar y así poder acercarse y preguntar en qué parte del mundo estaban.
Buscó a su alrededor, y una carretera a su mano izquierda descendía hasta el fondo. Comenzó a avanzar pegado a la pared de piedra y poco a poco comenzó a descender por la carretera. El viento soplaba y el frío comenzó a meterse hasta los huesos. Sacó el abrigo de piel y, más repuesto, siguió avanzando. La nieve caía con más fuerza; al llegar abajo, escuchó el ruido de un carro que se aproximaba hacia él.
—¡Quieto! —dijo la joven desde el carro, mientras saltaban dos muchachos desde el fondo; lo apuntaban con una lanza cada uno.
Gabriel se echó hacia atrás y, levantando la mano, trató de dialogar con ellos: —No, disculpen, vengo en son de paz, no tengo ninguna mala intención.
—Si no tienes ninguna mala intención. ¿Qué hace con los trapos de nuestro abuelo? ¿Acaso has entrado a robarle, crees que somos estúpidos? —dijo el muchacho de la derecha. Y llegando aún más cerca, le coloco la lanza en el cuello.
—No, no, espera, espera, no me mates, no os conozco, y ni siquiera sé quién es su abuelo. Podemos hablar, podemos hablar, todo tiene una explicación.
—Habla antes de que nos cansemos de ti. Si nos mientes, atravesaré esto por tu cuello —amenaza el muchacho de la derecha.
—Es la primera vez que te veo por aquí —dijo el muchacho de la izquierda.