Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.
Domingo 15 del mes once.
Despertó al día siguiente. Sentía el estómago revuelto y se mareaba cada vez que giraba su cabeza. Un dolor punzante le cercenaba el brazo. Reconoció el lugar en donde estaba. Un blanquísimo y pulcro cuarto de hospital. Ramos de flores descansaban en la mesita de lado, junto con una jarra de agua fresca. Luego recordó el accidente.
¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? Estaba somnoliento y tenía la boca seca, sentía una fuerte resaca, quiso extender su brazo malherido para alcanzar la jarra. Calculó mal y esta resbaló y fue a estrellarse contra el piso.
En ese momento, el ruido de la puerta y la voz aguda de su madre lo hicieron incorporarse. Ahí estaba ella, la primera persona que Jan veía al salir de su inconsciencia.
—¡Ah! —exclamó depositando su bolso en el perchero—. Ya estás despierto. ¿Cómo te sientes?
La figura de su madre —flaca, alta, llorosa— se posicionó justo en la ventana, bloqueando los lánguidos rayos de sol de esa helada mañana.
—Mejor —dijo a secas.
—En esto han terminado tus borracheras, Jan —le recriminó, levantando las flores regadas en el piso. Advirtió que sus ojos estaban muy hinchados y sintió pena por su comportamiento—. A tan solo una semana de tu regreso, el automóvil está destrozado y tú tendrás que usar clavos en tu brazo por el resto de tu vida. ¡Y ni siquiera quiero hablar de la horrible cicatriz que te quedó!
Jan guardó silencio. ¿Qué le importaba el clavo y las cicatrices en su brazo? Tenía otras profundas, imborrables, pero estas estaban en su alma.
—Tu padre vendrá a verte por la tarde, luego de los servicios dominicales —dijo mientras le acariciaba el rostro. La calidez de su tacto lo desconcertaba. Muy pocas veces sentía ese toque familiar que lo hacía sentir seguro y amado y de pronto, todo se vino abajo ante su advertencia—. Te ruego que no le des más problemas.
Jan no contestó.
Fue una visita breve, Irina le dio un beso en la frente y se despidió.
—Por cierto... —dijo antes de darse la vuelta y encaminarse a la puerta—. No verás a tus amigos por un tiempo.
—Mamá... —se quejó—. Ya no soy un niño.
—¡Te lo advierto, Jan! ¡Tus parrandas se han terminado! ¡No lo digo yo! ¡Es una orden de tu padre!
«Claro... mi padre solo sabe dar órdenes».
Pero no podía molestarse con ella. Sabía que su madre era como un pájaro enjaulado, una rehén de Mason y la Orden.
—Madre... —Jan la miró con atención y entonces advirtió la hinchazón en su rostro. A pesar de que Irina se había esmerado en su maquillaje, el cardenal se extendía a lo largo de su ojo y mejilla derecha.
—Dime —a Irina le tembló la voz.
—¿Qué te pasó en el rostro?
Irina agachó la mirada por unos segundos, luego se recompuso. Lo miró y respondió segura:
—Me caí en el baño. Ya lo sé, fui una tonta. Me resbalé y me golpeé el rostro con el lavabo.
Jan sabía lo que había pasado en realidad. Los golpes en su casa no eran novedad. Mason siempre imponía el orden a como diera lugar.
***
Un par de horas más tarde, la larga silueta de un hombre apareció. Macilento, mas con paso firme y decidido.
—¿Cómo te sientes hijo? —preguntó, acercándose a la cama.
—Estoy mejor, padre —miró de reojo hacia un punto perdido en la nada. No soportaba mirar esos pequeños y miserables ojos azules—. Le prometo que nunca más lo pondré en una situación similar.
—Por tu bien y el de la Orden, espero que así sea —sentenció, mirándolo fijamente a través de sus gruesas gafas de empaste.
—¿Se han enterado de lo sucedido?
—No todavía —dijo el hombre—. Y de mi cuenta corre que no lo hagan, al menos no por ahora. Eso podría poner en peligro tu nombramiento —agregó.
«Al diablo el nombramiento...»
—Lo lamento, padre. No sucederá nuevamente.
Mason lo miró detenidamente.
—Eso quiero creer, hijo. Tienes obligaciones. Que no se te olvide.
Jan asintió, tragando saliva para aminorar la sed que todavía lo invadía, fruto de aquella terrible resaca.
—El médico dice que estarás bien —dijo su padre en un tono más jovial—. La recuperación sería muy lenta para un ser humano normal, por la gracia divina, tú no lo eres y lo harás en mitad del tiempo. En unas semanas más volverás a cazar. Se acerca el tiempo.
Cazar... La palabra nuevamente le produjo escalofríos. Apretó los puños y cerró los ojos.
—Pero, padre... —dudó por un momento—. Sabe que no planeo quedarme aquí por mucho tiempo.
Mason lo retó con la mirada.
—¿Cómo dices?
Jan pareció encogerse, en esa cama mullida. De pronto volvió a tener cinco años.
—Una oportunidad magnífica me espera en Nueva República. Una beca en Daisand. Fui el mejor en mi generación. Ya se lo había dicho... —su voz se convirtió en apenas un susurro.
—¡Tonterías! ¡Sabes que tu lugar está aquí! ¡No puedes irte! —amenazó—. ¡Esto apenas está comenzando!
Le aterraba la idea de quedarse en ese pueblo para ser parte de un plan que todavía no comprendía.
Jan tiró a la basura en ese mismo instante todos sus sueños. ¿Cuál esperaba que fuera la respuesta de su padre? «Claro hijo, tu madre y yo te apoyamos en todas tus decisiones». Absurdo.
—En tanto, comenzarás a dar clases en el Colegio de Oficios de Pilastra y continuarás con tus entrenamientos aquí. Tu instructor vendrá a evaluarte con regularidad. Te irás de este pueblo sólo cuando ellos te lo indiquen —advirtió—. Mientras no recibamos alguna orden directa, permanecerás aquí, preparándote, física y espiritualmente.
Jan tensó sus puños, habría querido defenderse, golpear a ese hombre que se erguía frente a él, viejo, miserable, pero imponente al fin. Sabía que ese era su destino. No podía rehusarse. Había pasado toda su vida tratando de aceptarlo, pero aún no podía. Se preguntó si es que los otros lo hacían.
Bajó la vista, Mason sonrió, triunfante.