Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.
Domingo 15 del mes once.
Regresó en la madrugada, unas pocas horas antes del amanecer. Intentaba subir las escaleras cuando de pronto el brazo férreo de Marie la alcanzó.
Marie acababa de regresar de su turno de trabajo y prácticamente la había cogido infraganti.
Suspiró, no le quedaba más remedio que enfrentarla.
—¿Por qué lo hiciste, Ahnyei?
Lo que menos quería ahora era una pelea, desde que Seidel las había abandonado sin explicación, la relación con Marie era difícil. Ahnyei estaba cansada, exhausta luego de haber echado mano de una habilidad que todavía no alcanzaba a dominar. Después de todo, consideraba no haber hecho nada malo. Le contestó con desgano, como si fuera la cosa más obvia del mundo.
—Porque moriría si no lo hacía.
—¿Alguien te vio?
—Nadie —aseguró—. Su amigo, el único que estaba cerca, estaba tan nervioso que se desmayó —Ahnyei descendió un escalón y la miró fijamente—. Se le había roto una vena, se iba a desangrar.
—¡No debes intervenir con la vida humana! ¡Lo sabes de sobra! Además, ¿qué importa la muerte de un simple mortal?
Ahnyei sintió una especie de repulsión subiendo desde sus entrañas.
—Solo ayudé y nadie tiene por qué enterarse.
—Intentaré cubrir tu indiscreción, pero si el Consejo se aferra a entrar en mi mente, no podré protegerte y deberé informar lo sucedido.
Ahnyei puso los ojos en blanco. Supo que era inútil discutir con ella, desde que habían aprobado su indulto hacía todo al pie de la letra, con temor a equivocarse con cada paso. Había cambiado mucho desde la partida de Seidel y sus dones antes magníficos parecían cada vez más pequeños —aunque al parecer, bastarían para impedir que alguno de los consejeros entrara en su mente en algún monitoreo habitual—.
—De acuerdo —suspiró dejando caer los hombros, dio media vuelta y subió por las escaleras con intenciones de desplomarse en su cama.
***
Luhna, el único ser evolucionado, yació con Umn, la ahora diosa de los sicais y juntos engendraron a sus hijos: los eihneres; estos a su vez crearon a los sihes. La rebelión de Umn nunca fue claramente explicada en los textos de Luhna. Tan solo el suceso de la guerra y la destrucción de casi todos los einheres a mano de los sicais y el fallo ocurrido en el segundo cielo llamado Canto. Se suponía que Luhna hablaba con los sihes en Canto, aunque Ahnyei no recordaba su voz; pero al parecer, el Gran Creador se había retirado a descansar, porque nadie jamás volvió a escucharlo. Excepto quizás el maestro Maro, el más cercano a él.
Cada vez que pensaba en ello, Ahnyei se sentía más sola que nunca. Forzada a vivir en un mundo que no entendía, intentando recordar y honrar cada día su devoción por sus creadores. Asimilando que, llegado el momento, tendría que abandonar y destruir la tierra.
Durmió por un breve lapso, el sol empezaba a salir cuando las campanas del templo de los Seguidores del Día de Adoración y santuarios empezaron a tañer. Abrió los ojos, le hubiera gustado dormir un poco más. Afuera, la gente ya salía presurosa de sus hogares, vestidos con sus ropas largas, grises y mustias. Ahnyei corrió la delicada y blanca cortina de su ventana para verlos pasar.
Pilastra era una ciudad sencilla, la gente vestía ropa gastada o de segunda mano, sin atuendos ostentosos, maquillajes o peinados que llamaran la atención. Eso solo ocurría en ciudad Boga, en Pilastra y los demás distritos no había lugar para la vanidad ni los lujos.
Obviamente esto no aplicaba para todos, el ministro Mason, el alcalde y algunas respetables familias que ocupaban puestos importantes en la Sede eran sus excepciones. Vivían en mansiones costosas, viajaban en automóviles último modelo, vestían prendas caras y comían y bebían todo lo que se les antojaba.
Tal era el caso del joven que se había desbarrancado en su espléndido vehículo la noche anterior.
Aunque ni ella ni Marie, ni en su momento Seidel, profesaran la fe del Día de Adoración, no estaban exentos de añadir un impuesto más a su larga lista de deudas; pagaban la tarifa eclesiástica de la fe, que era obligatoria para todos los habitantes de Pilastra, creyentes o no.
Además del impuesto a la fe, la iglesia se regía por una costosa membresía para los bautizados en el nombre de Rahvé, cual si fuera un club privado. Era imposible ingresar a los servicios de adoración en el majestuoso templo y su peculiar culto sin ella.
Ahnyei, por supuesto, jamás se había interesado en pertenecer a una organización así. Sin embargo, Seidel había conocido de cerca al ministro Mason, y Ahnyei lo recordaba muy bien, así como a su hijo. Lo había visto en pocas ocasiones, pero ese rostro pálido, impenetrable, melancólico y surcado de pequeñas cicatrices era difícil de olvidar. Quizás le llevaba unos cinco o seis años, y ella era aún una niña cuando lo vio por primera vez predicando en la primera fiesta invernal a la que asistió con Seidel.
Desde entonces, y sin saber muy bien por qué, su rostro se le había grabado con intensidad en su mente.
Fue una casualidad encontrarlo en el camino y estaba convencida que, de no haber sucedido de esa manera, el joven estaría muerto. Era lo más seguro.
Cuando arribó la ambulancia con los paramédicos, junto con uno de sus amigos, Ahnyei supo que era hora de retirarse, y así lo hizo, ante la mirada extrañada del joven que acababa de llegar con la ayuda.
El otro chico que los acompañaba, yacía en el piso respirando con dificultad.
—¿Tienen conocimientos de primeros auxilios? —escuchó que uno de los paramédicos les preguntaba con asombro, cuando ella ya se iba—. Prácticamente le salvaron la vida.
Se sentía bien consigo misma, capaz y estable, tal vez por fin su don se estaba afinando. Logró reparar la vena y detener la hemorragia. No era lo mismo practicar con animales que hacerlo con un hombre a punto de morir. Podía haberse excedido —cosa que a veces sucedía con los animalitos— de haber sido así, le habría provocado la muerte por una subida de adrenalina o algún daño irreparable en sus funciones cerebrales. Pero, al parecer, todo había salido bien.