Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.
Domingo 22 del mes once.
Ahnyei portaba el papel que le permitiría ingresar al templo del hombre más poderoso de Pilastra y la Sede de los Cinco. Aunque no habría imaginado ni por asomo lo que ahí encontraría.
Era un día inusualmente soleado, Ahnyei salió de su casa temprano, cuando la campana del reloj de Pilastra comenzó a tañer anunciando el pronto inicio del servicio dominical.
Se unió discretamente a una de las filas de los mustios. Marie no había vuelto de la fábrica de Hilos y Sedas. Aunque quizás era probable que en esos momentos Marie percibiera algún tipo de peligro, nada podía hacer para impedir que Ahnyei fuera a encontrarse con su destino.
Llevaba un vestido de tela gris oscuro con motivos azules pálidos. La noche anterior se apuró a moldearlo a su figura con telas y retazos que tenía en el desván; ceñido en los puños y tan largo que le cubría las pantorrillas. Recogió su cabellera en un rodete simple que no llamara la atención. Sin adornos, sin pulseras o zarcillos como lo indicaba el culto, para no fomentar la frivolidad.
Podía pasar por cualquier feligresa promedio. Encontró unas gafas de empaste negro en el mercado y supuso que su manera de andar con la cabeza baja y cubierta con una mascada oscura la haría pasar totalmente desapercibida.
Llegó al templo, lo había visto cuando era niña unas cuantas veces y de lejos —cuando Seidel lo construyó y la llevaba de la mano para presentarla—. Ya desde entonces el ministro la miraba con interés, pero ella asida de la mano de su nuevo cuidador se sentía segura.
No fue hasta ese día que lo observó con detenimiento de principio a fin. Sintiéndose impactada y a la vez desolada, no pudiendo alejar de su memoria al arquitecto de tan perfecta obra.
En el lado izquierdo del amplio atrio, se erguía una mítica pila grande y redonda de bronce montada sobre doce bueyes —de bronce también— cada tercia de ellos mirando al norte, sur, oriente y occidente respectivamente.
Subiendo las escalinatas de piedra hasta llegar al pórtico, dos jóvenes custodiaban la entrada, cada uno colocado en una de las columnas de madera de olivo, cuyas puntas estaban talladas en forma de lirio. Los miró inquieta, como pensando que tal vez le impedirían entrar, pero no fue así. Mostró el documento, ellos la miraron sin darle mucha importancia y le concedieron el paso. Atravesó las puertas plegadizas de madera y entró sin dificultad al recinto.
Su asombro fue mayor al contemplar el excesivo derroche financiero que debió suponer la construcción de tan tremenda obra. Las paredes del templo estaban grabadas en oro puro, con figuras de querubines palmeras, botones de flores y jeroglíficos. Los amplios ventanales de cristal también estaban custodiados por jóvenes que no abandonaban su rígida posición ni por un solo momento. Los ventanales se reducían gradualmente y hacia afuera, de manera que nada de lo que pasaba dentro del templo podía observarse desde el exterior.
Los tres aposentos del recinto estaban casi llenos. Divisó algunos lugares en el tercero, así que subió a través de unas escaleras de caracol.
Las miradas de la gente y los cuchicheos no se hicieron esperar mientras ella buscaba el lugar más propicio para sentarse. A la gente le encantaba murmurar.
Se situó lo suficientemente cerca para observar el lugar del Santísimo: un cuadrado que se erigía sobre una base de piedra y que se encontraba cerrado herméticamente por dos puertas plegadizas de madera de olivo —que tenían grabadas en ellas figuras similares a las que adornaban las paredes—.
Por fin tomó asiento. El hombre que estaba a su lado se retorció incómodo en su lugar, tal parecía que su paz interior se había roto. Susurró unas breves palabras a su esposa, o lo que sea que fuera la mujer que estaba a su lado. Al no recibir respuesta a sus peticiones, bufó y se cruzó de brazos, procurando maximizar el área de contacto entre él y la extraña.
Ahnyei buscó con la mirada al hijo del ministro entre la multitud, y de nuevo recordó lo sucedido algunas noches atrás. Ella había utilizado el calor de sanidad para cerrar la vena y detener la hemorragia. Eso la había dejado exhausta, pero sabía, en efecto, que si vivía era por ella y se envanecía un poco por ello. Porque de otra manera habría muerto, ¿no era así? Se lo preguntaba con frecuencia.
No sabría explicarse por qué le daba tanta importancia, lo conocía claro, ¿quién no conocía al hijo del ministro? Todo el mundo sabía de él. Había vivido durante años en el extranjero y solo volvía a casa dos o tres veces al año, entonces formaba parte activa en los servicios dominicales de la iglesia de su padre y en obras de caridad.
«El hijo amado y protegido por el pueblo, el que sin duda seguiría los pasos de su padre, y sería el próximo ministro cuando el actual Mason partiera a una vida mejor». Pero estaba segura de que él no la recordaba.
Sus pensamientos de pronto fueron interrumpidos. Las cortinas que colgaban de los ventanales se cerraron a la par que la puerta principal, haciendo un sonoro ruido. Todo esto la espantó, pues de pronto el recinto se sumió en la oscuridad.
Luego, las luces de sendos candeleros, cada uno con siete velas, empezaron a encenderse lentamente, con una chispa generada quizás por bujías. La gente permanecía en silencio y la expectativa de Ahnyei iba en ascenso.