Plymouth, Inglaterra. Abril de 1966 de la Era Común o después de Cristo.
Pergamino dos.
Annika escribe:
En la primavera de mi cumpleaños número treinta y seis conocí a Zenyi, en uno de los más concurridos cafés al aire libre en las costas de Plymouth, Inglaterra. Cuando el mundo aún era un lugar hermoso para vivir.
Reconocí en un instante ese aroma familiar a metros de distancia, que estaba adherido a mi piel desde el día en que llegué al mundo. Levanté la vista. La figura de Zenyi apareció detrás del paso de un autobús. No esperó a que cambiara el verde, muy osado y con una sonrisa despreocupada cruzó la calle. Ajustó su sombrero y cerró su saco después de que mil cláxones chillaran en reproche.
Luego suspiró y con paso veloz llegó a mi mesa, corrió la silla enfrente de mí y se sentó, me miró directo a los ojos y entonces estalló en una carcajada.
—¡Quién diría que te encontraría aquí! —ese fue su saludo—. ¡Te he buscado por medio siglo, y aquí estas! ¡En los suburbios! ¡He cruzado todo el mundo, desde África hasta Asia, Creo que hasta la Antártida he ido! —se carcajeó nuevamente—. Y sin embargo... estas aquí...
Yo no lo había buscado, pero sabía que tarde o temprano lo encontraría. Era lo que las leyendas sihe y la doctrina que me enseñaron en Heskel decían.
Ahora él estaba frente a mí, la oportunidad de volver a casa a centímetros de distancia. Ese joven de aspecto adorable, de cabellos castaños, alto y facciones finísimas que me miraba esperanzado, dando por terminada su búsqueda. Ahora tendríamos que hacer una promesa, un pacto, y esto nos permitiría vivir para siempre, como seres inmortales, dirigirnos al paraíso y gozar de nuestra vida como eternos.
—Y sin embargo, casi mueres en el cruce —bromeé.
El rio.
—Te he buscado por años, enfrentado a un sinfín de cosas. Unos cuantos autos no habrían podido detenerme.
Lo abracé y nos dimos un beso que me fue tan familiar como el aire que respiro.
—Ya estás aquí... —murmuré—. Eso es lo único que importa.
Y tomados de las manos recorrimos las calles, sabiendo que eso era el principio de todo. Lo único que teníamos que hacer era dirigirnos a Heskel, entonces todo terminaría.
Para ese entonces, parte de mi sueño se estaba cumpliendo, pues ya formaba parte de una compañía de ballet: El Royal Classical Ballet de Londres y me presentaba en el Royal Plymouth Theater.
A pesar de tener treinta y seis años y estar sujeta a un cuerpo mortal, parecía no mayor de dieciocho. El paso de los años para un sihe es diferente, sí envejecemos, pero no estoy segura de cuál sea la proporción. Han existido sihes que sobrepasaron los ochocientos años y apenas aparentaban ser humanos de mediana edad. Así pues, era difícil para alguien adivinar mi longevidad. Dieciocho fue la edad que dije para ingresar a la compañía. No tuve problema alguno. Inventé todo un pasado y gracias a mi belleza y la pulcritud de mi danza, poco les importó si venía de una familia de alcurnia o era solamente una rata de alcantarilla.
Lombardo Martini, un italiano en edad madura, era mi director. Al principio me otorgó pequeños papeles que me permitieron obtener mis primeras ganancias con el sudor de mi esfuerzo. Me alojé en un piso a pocas calles de la compañía.
Antes de reencontrarme con Zenyi, mi vida transcurría monótona pero llena de los dulces desencantos y alegrías mortales que antes me parecían indiferentes.
Vivía para danzar, todo el tiempo estaba en el teatro ensayando, toda mi entrega no pasó desapercibida.
Lombardo me citó un día en su oficina para decirme que mi trabajo rendía fruto y estaba considerando nombrarme la prima ballerina, destronando a Candy Rowell, una chica americana de 24 años, para el papel del Hanna Wlavari, en la primera adaptación de "Die Lustige Witwe' en Londres.
Sabía que conseguiría el papel con facilidad, dominaba el escenario, y pude haberme convertido en una segunda Anna Pávlova, pues era tan ágil y liviana como ella —incluso pensé que era mucho mejor— pero mi destino no era ese.
Desde que regresé de Heskel al mundo mortal con la sola misión de encontrar a mi gemelo, viví en diferentes partes de Europa. Nunca me quedaba lo suficiente para echar raíces o ser recordada por alguien, mucho menos para crear amistades. Así continúe mi diáspora hasta que por fin me asenté en Inglaterra, lugar en el que me enamoré y del cual nunca quise irme.
El día que llegué al Plymouth Theater, se presentaba la obra: «Sueño de una noche de verano» . Calzaba unas zapatillas gastadas casi convertidas en hilachos. Llovía y al entrar a la compañía me encontré con los ojos generosos de Lombardo. Me presenté y pedí una audición, me dijo que volviera al día siguiente. Una semana después ya estaba debutando como una de las hadas del séquito de Teseo e Hipólita. Lo poco o mucho que me enseñó la señorita Emilia, décadas atrás, por fin rendía frutos y no descartaba que mis atributos divinos fueran los responsables de tales prodigios.
No obstante, mi don especial era el de la sanidad, y según mis mentores mi poder era tan grande que podía volver a la vida a un ser exánime. En Heskel fui reprendida con severidad por todo el Consejo cuando conté a uno de mis mentores como en una ocasión le devolví la vida a un viejo perro que encontré en la calle, golpeado fatalmente por un autobús.