Las Crónicas de Luhna

Jan IV

Restos de la antigua Jerusalén, Israel, interior de las ruinas de la Iglesia del Santo Sepulcro; año 587 de la n.e.

Hizo un largo viaje acompañado por su padre hasta las ruinas de la ciudad vieja de Jerusalén. En una de las catacumbas su cuerpo fue lavado y luego ungido con aceite por sacerdotes en trajes largos, negros y relucientes, bordados de plata y pedrería roja.

Tenía doce años, una parte de su entrenamiento había sido completado, ahora sería llevado ante el presidente Kotch y su destino sería trazado.

Se reunió con otros ocho jóvenes, inexpertos como él. Los vistieron con túnicas de lino blanco, luego de ser lavados y ungidos les retiraron su calzado. Un vigía los condujo a la misteriosa ceremonia que se llevaba a cabo en una vasta sala iluminada con candelabros de siete luces.

Vio un altar de piedra y doce sendos asientos del mismo material, todos ocupados por la Orden. El presidente Kotch ya los esperaba de espaldas  en el altar. Jan jamás olvidaría la expresión de su rostro —bifurcado por una vieja y escalofriante cicatriz—, cuando este se dio la vuelta. Las rodillas comenzaron a temblarle. Los ojos asimétricos de Kotch le otorgaban una apariencia estremecedora. No encontró ningún rasgo de bondad en aquel rostro aterrador. La única distinción entre la vestimenta del presidente y del resto, era que él llevaba bordada en el pecho la cobra de los ojos carmesí que devoraba el símbolo del infinito. El emblema de La Orden.

Después de los cánticos divinos y oraciones, el presidente Kotch les presentó el cáliz de oro, símbolo supremo del pacto que estaban a punto de hacer. Todos bebieron el vino de la copa y Kotch comenzó:

—Sus pies pisan territorio sagrado —comenzó—. ¿Creen que son dignos para ser elegidos por Rahvé?

—Sí, creemos —respondieron a diferentes voces.

—Creen que, si guardan los mandamientos, ¿Dios los hará salvos?

—Sí, creemos.

El presidente descendió del altar y caminó al centro de la gruta, vertió arena blanca en el piso, haciendo una gran circunferencia.

—Ahora pasarán al círculo de la promesa. Recordarán los convenios hechos con su Dios y harán nuevos votos.

Jóvenes mayores —o ancianos como se les conocían— entraron al círculo. Eran miembros de la orden ya experimentados. Jan y el resto de los neófitos se quedaron afuera. Se montó entonces una escena, como si una representación teatral se tratase. Jan  la había practicado varias veces a solas con su padre:

—¿Quiénes son ustedes? —preguntaban los ancianos.

—Somos los descendientes de la Orden de Acán.

—¿Y qué Orden es esa que mencionan?

—Somos descendientes de la tribu de Judá, de Acán, hijo de Carmi, hijo de Zabdi, hijo de Zera, quien tomó utensilios sagrados para Rahvé del botín de Jericó y fue apedreado y quemado en Azhor. Sin embargo, Rahvé miró con gracia a la posteridad de Acán; pues eran esas las herramientas necesarias para elaborar los instrumentos que darían muerte a los eternos y lo bendijo, así como a su posteridad, separándose de Josué en Azhor y preparándolo para una nueva misión. Nosotros seremos los vigías, herreros cazadores, militares y ayudantes encargados de conservar la paz en la tierra.

—¿Y cuál es su mandato?

—Dios nos ha encomendado cuidar las almas de los mortales.

—¿Y cómo cuidarán de esas almas?

—Destruyendo a los eternos.

Concluían los jóvenes a coro fuera del círculo de la promesa

—¿Juras darle muerte a los eternos?

—Lo juramos.

Entonces los de adentro del círculo extendían la mano a los de afuera sellando así el pacto. Luego, intercambiaban lugares y de nuevo se repetía el ritual.

Cuando concluyeron, el presidente los llamó al altar. Acudieron a él formándose uno detrás de otro

—¿Comprenden el significado del pacto realizado en el círculo de la promesa?

Ellos respondieron con un sí al unísono.

—Ahora hundiré en su carne el estigma que llevarán en su cuerpo hasta el fin de su vida.

Sacó una daga fina. El primer joven, el más valiente se acercó, el presidente blandió el instrumento detrás del lóbulo derecho. Hizo lo mismo con el resto de los chiquillos, mientras les asignaba su misión.

—Gregorio Nivek: Vigía.

—Jules Akina: Herrero.

—Roberto Cruz: Cazador.

—Lionel Mudd: Vigía.

—Hui Luo: Ayudante.

—Hari Bano: Herrero.

Jan caminó sin levantar la mirada, arrastrando los pies, Kotch le lanzó una sonrisa maliciosa. Lo reconoció al instante y tomó con fuerza su mano. Kotch lo atrajo hacia él y hundió la daga detrás de la oreja. Entonces pronunció su sentencia y la vida de Jan cambió para siempre.

—Jan Andersen: Cazador.

Jan se despertó sobresaltado a medianoche. Sudoroso y con la respiración agitada. Alcanzó con su mano un pañuelo depositado en su mesa y se secó las gotas de sudor.

El mismo sueño se repetía constantemente y más los últimos años de su vida. 
Tenía doce años cuando su padre lo llevó a ese lugar, varias veces observó el rito, hasta que llegó el tiempo en el que ocurrió su iniciación.

En ese entonces no comprendía bien lo que tenía que hacer. Su aprendizaje con los Acán fue a una edad prematura. Mason Andersen no podía estar más orgulloso. No todos los descendientes de la Orden gozaban con tal honor a tan temprana edad. Jan era uno de los pocos, y para orgullo de su padre, era un cazador.

A veces le parecía que todo era una fantasía. La vida diaria lo envolvía tanto que olvidaba su verdadero propósito en la tierra. Sin embargo, la marca hendida en su carne constantemente se lo recordaba.

Jan se incorporó en la oscuridad de su alcoba regresando al presente. No podía apartar de sus pensamientos a la chica que lo había salvado. Husmeó en el cajón de su mesita de noche, un largo trago le ayudaría a volver a conciliar el sueño. Pero si el sueño no venía, siempre era mejor evadir la realidad.

Tenía una tarea importante qué hacer. Él era un cazador, lo sabía. Un legítimo descendiente de Acán. Se le había brindado una vida con propósito: Eliminar a los eternos y estaba casi  seguro de que había encontrado a otro de ellos.



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En el texto hay: fantasia, romance, distopiajuvenil

Editado: 04.11.2023

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