Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.
Lunes 23 del mes once.
Jan se presentó tarde en el Colegio de Oficios Sinaí. Aún sentía la boca amarga, el dolor en su brazo era constante, pero podría sobrellevarlo.
Estaba muy cansado, la mayor parte de la noche las sombras del pasado lo habían acosado. Los ojos de Ahnyei mirándolo la noche del accidente se confundían con aquellos que conocía tan bien, pero que con su propia espada había cerrado para siempre.
Esa madrugada despertó sobresaltado y empapado en sudor, con el presentimiento ahora más latente, pujando con más fuerza. Fue imposible volver a conciliar el sueño.
Se preparó un café caliente en el salón del profesorado y añadió furtivamente un chorro del alcohol que había guardado en su pequeña ánfora esa mañana.
Jan era como una celebridad en Pilastra. El bien amado hijo del ministro al fin regresaba, dispuesto a compartir sus experiencias y cátedras. Los profesores —incluyendo el padre de Hans— lo saludaron con respeto apenas lo vieron llegar.
El director de la escuela, un buen amigo de Mason, le mostró las aulas. La clase que ahora impartiría sería Teología. Jan rio para sus adentros, sabiendo que no podría ser de otra manera. Supuso que el anterior maestro había sido despedido de la nada. Daba igual, cuando una idea se le metía en la cabeza a su padre, era imposible ir en contra.
—Jóvenes de 12 a 14 años —explicó el director—: aula 1. Jóvenes de 15 a 17: aula 2. Y finalmente, el alumnado que está a punto de graduarse ocupa el aula 3.
Jan salió de su ensimismamiento. Se había perdido más de la mitad de las palabras del director, pero supuso que la primera parte de su discurso habría sido para elogiar a Mason.
—Sé que lo harás estupendo, hijo.
El director se despidió dándole unas palmadas en la espalda. Jan agradeció y luego entró al aula señalada con el número 2.
Ya era tarde y la clase comenzaba a mostrarse impaciente. El salón lucía lleno. Eran chiquillos pertenecientes todos al mismo estrato social. Jan aclaró su garganta y luego saludó:
—Buenos días, jóvenes.
Ahnyei jugueteaba con el chico que estaba sentado a su lado. El joven tenía un aspecto delgado y encorvado. De rostro anguloso y mirada astuta. Tenía cabello teñido de un azul extraño y le caía por los pómulos de manera desordenada.
Ella reía, mostrando su increíble sonrisa, pero todo asomo de alegría se esfumó de su rostro en cuanto lo vio cruzar la puerta. Ahí estaba de nuevo el rostro que Jan conocía: serio y enigmático. Al parecer, el joven de los cabellos azules era el único ser humano capaz de hacerla reír.
Era lógico, era la única escuela de nivel medio que existía en Pilastra. Tendría que coincidir con ella tarde o temprano. Aunque fue más temprano de lo que él hubiera querido.
Cruzaron la mirada por un breve momento, ella fue la primera en bajar la vista. Jan moría de ganas de darle otro sorbo a la botella que guardaba en el bolsillo interior de su saco, pero tenía que recomponerse, no había tiempo para esas tonterías.
La clase guardó silencio en cuanto lograron reconocerlo. El tic tac de las manecillas del reloj que colgaba de la pared, acompasado con el latir de su corazón, era lo único que podía escuchar.
Aún no salían de su asombro, cuando escribió su nombre en el pizarrón con tal fuerza que casi rompe el gis.
«Jan Andersen», con todas sus letras y para no dejar lugar a dudas.
Dominó su nerviosismo y finalmente comenzó la clase. Los jóvenes se apresuraron a abrir sus libretas para no perder ningún detalle.
No había puesto mucho empeño en preparar el tema, pero confiaba en los años de estudio, en las noches de desvelo para explicar cada concepto que había memorizado por años dentro y fuera de la escuela.
Se refirió a los acuerdos de paz firmados en el año cero de la nueva era, entre Meridian —América del Sur—, Etrasia y Nueva República —territorio Euroasiático— e Insulen —las pocas islas sobrevivientes de Oceanía—, después de que los falsos dioses regresaran a los cielos. Ahondó en el inicio del nuevo siglo, cuando las naciones decidieron reiniciar el calendario y nombrarlo año cero, marcando la llegada de una nueva era con todos los cambios que esto trajo consigo.
—Septen aún es un territorio salvaje —explicó él, apuntando con el rotulador el pedazo de continente en el mapa—. Plagado de contrabandistas y ladrones. Se le conoce como cuidades libres porque fomentan el culto a una cantidad innumerable de dioses paganos. Es un lugar peligroso y deshonroso para vivir.
—No es verdad —interrumpió Ahnyei, la clase se giró a mirarla y aunque por un momento pareció encogerse en su asiento, la joven se recompuso—. Al contrario, es un buen lugar para vivir.
Jan centró su atención en ella.
—¿Has estado en Septen alguna vez?
—En Auroméum —respondió—. Allá viví algunos años de mi infancia.
La clase estalló en un «¡Ahh!» de asombro, menos Teho, quien ya sabía la historia.
Jan la miró, curioso, dejando el rotulador en el escritorio.