Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.
Jueves 3 del mes doce, por la noche.
—¡Helena no tiene alma!
—¡Helena no tiene alma!
Escuchaba como esa frase se repetía incesantemente, como coreada por un grupo de niños burlones.
—¡Helena, controla tu temperamento! —un regaño de alguien, con una voz anciana y reseca.
—¡Helena, no lo hagas! —una súplica de una joven mujer.
El vestido blanco, el hombre alto, la vieja hablando y predicando. De pronto todo encajaba. Luego la imagen de Beka. El horror pintado en su rostro luego de caer al piso se mezclaba con escenas del pasado, con el fuego devorando todo a su paso.
¡Helena no tiene alma!
El grito seco, sordo y rudo de un coro de voces graves y maduras la hicieron recordar. Como si de pronto hubiera hecho un cortocircuito, los recuerdos suprimidos por el sacerdote Innos regresaron en avalancha.
Helena era el nombre que le dieron sus padres mortales. Su bisabuela supo desde el primer momento en que la acunó en sus brazos que ella no era un espíritu bueno, no de este mundo.
—Yo recuerdo —le decía la vieja a sus primeros padres—. Recuerdo las enseñanzas de Dios, de ese el que sí era bueno. No de todos los que vinieron después, no de esos no —aclaró—. Me refiero a aquel que prometió volver. Mi madre me enseñó y mi abuela también —decía mientras juntaba las hojas despegadas de su Biblia antigua—. Y ella no es buena, Yara, escúchame, no lo es.
Yara... Era el nombre de su madre, la de este mundo.
—¡Qué tonterías dices, abuela! Ella es perfecta —respondió, besándole cada uno de sus deditos pequeños y su cabeza.
Como una sombra distinguía la forma de su madre mortal mirándola, mientras la mecía en sus brazos.
Luego pasó a otro recuerdo. Ella siendo contenida por su padre. Las lágrimas rebosaban en sus ojos mientras intentaba seguir haciendo... ¿Pero haciendo qué?
Daño, mucho daño, a aquel ser generoso que le había dado la vida.
—¡Ya te había dicho yo que esa niña era el mismísimo Satanás!
—¡Calla, Leonora! ¡Mejor calla! —decía el hombre mientras la abrazaba, intentando contener el berrinche. Pero ella no podía controlarse, no podía reprimir esa rabia y ese fuego que ardían en su pecho y pugnaban por estallar. A lo lejos, la madre alcanzaba la puerta e intentaba salir, deteniendo con un pañuelo la sangre que fluía de su boca y su nariz.
Sangre como la que salía a borbotones por el brazo de Jan.
Los recuerdos se mezclaban. Lo había vuelto a hacer, había perdido el control nuevamente. ¿Así es como era en realidad?
—Si la bautizas en el nombre de Jehová —decía la vieja—, quizás tenga salvación.
Helena vestida de blanco, Helena bajando la escalera, con sus zapatitos nuevos y su Biblia entre sus manos. Sería buena, sí. Ya se lo había prometido a su mamita y a su papito...
—Debes comportarte bien, así lo manda el Señor.
—Debes obedecer a mamita y a papito, así lo manda el Señor.
Sí quería obedecer, sí quería, pero no podía. Quería ser buena, pero ese algo en su interior que la consumía se lo impedía. Debía hacerlo, por ella y por sus padres. Así que se vistió de blanco y bajó por las escaleras con su libro entre sus manos.
Pero el berrinche vino, el enojo, la rabieta y el descontrol.
—Te ves tonta —le dijeron los niños que harían el mismo acto con ella—. Te ves tonta y fea.
Luego la burla tarareada en una tonada infantil:
—¡Helena no tiene alma! —¡Helena no tiene alma!
Un estallido se quebró dentro de ella, como se quiebra el tronco de un árbol después de haber sido alcanzado por un rayo. Y todo se aclaró.
Ya lo recordaba todo. A sus padres muertos y a la vieja Leonora que tanto detestaba por fin calladita.
Que si Helena esto, que si Helena lo otro. Los ojos ya sin vida, pero con el horror aún perpetrado en ellos.
—¡Despierta, Ahnyei!
Despertó sollozando, incorporándose a la dolorosa realidad. Marie intentó consolarla entre sus brazos.
—¡Ya recuerdo todo, Marie! ¡Ya lo recuerdo! Tú lo sabías, ¿verdad? —le reprochó. Marie guardó silencio por unos minutos.
—¿Por qué nunca me lo dijiste? —Ahnyei insistió. Al fin estaba despierta, en todos los sentidos. Marie no sabía exactamente qué responder.
—Sí —dijo a duras penas—. Desde que me fuiste entregada lo supe. Por eso siempre cuidé de ti y traté de enseñarte.
—¿Qué es lo que hacía cuando ellos me encontraron? Dímelo, Marie. Por favor.
—Eras incontrolable, irascible, como una pequeña criatura indomable.