Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.
Jueves 3 del mes doce.
—Mira, Jan. No sé qué relación guardas con tu «alumna» —Beka conducía furiosa el auto de regreso a la ciudad, mientras Jan miraba cómo las líneas de la carretera desaparecían tras su marcha—. Pero déjame decirte que no permitiré que te burles de mí.
Jan permanecía en silencio, todavía analizando lo que acababa de pasar. Ahnyei encendiendo en cólera. Lo había visto antes. Esa llamarada de ira en sus ojos que llegaba a veces sin un motivo claro.
Tras unos minutos de absoluto mutismo por parte de Jan y de una larga retahíla por parte de ella, Beka bufó y respiró hondo. Sabía que no lograría sacarle ni una sola palabra y el temor a perderlo si se excedía en sus reclamos siempre le atemorizaba.
Así que se resignó, miró su reflejo en el espejo de vanidad y al darse cuenta de que la pelea solamente había contribuido a otorgarle un aspecto deslumbrante a sus mejillas morenas, acomodó su cabellera y sonrió.
—Ya tengo mi vestido listo para la boda de Sofía —dijo de un mejor humor—. ¡No tienes idea de lo precioso que luce en mí!
—Estoy seguro de que es así —respondió Jan, ensimismado, sin despegar la vista de la carretera.
—Te recuerdo que es el sábado, querido —Beka trataba de controlar sus emociones y no montar en cólera una vez más.
—Lo sé —respondió con fastidio—. Yo mismo ayudaré a oficiar la ceremonia.
—Bien. Ese día estaré hecha un sueño para ti.
—Seguro que sí.
***
Aún recordaba al primer eterno que había asesinado. Se le estrujaba el corazón y sentía una bola de densos y largos cabellos atorados en la garganta cada vez que lo hacía.
A Eduardo lo conoció durante su estadía en un colegio en Antiquo, en el distrito de Sinap. Tendría entonces unos dieciocho años. Supo quién era desde que lo vio por primera vez en clase. Muy alto, muy inteligente, muy perfecto, como todos ellos, y con ese particular aroma a violetas.
A veces maldecía esa cualidad que tenían los cazadores. Pero mientras no tuviera la certeza de que se trataba de un eterno, no tenía necesidad de comunicarlo y los vigías tampoco tenían por qué saberlo.
Eduardo se convirtió en algo así como su amigo, no en el mejor, ya que la empatía entre mortales e inmortales es muy extraña. No obstante, con él era diferente, y la vida estudiantil, las parrandas, las mujeres y los corazones rotos, finalmente cumplieron su propósito, al punto en el que ambos olvidaban que eran enemigos ancestrales. Jan siempre lo supo y Eduardo no era ajeno a la situación.
Él era un silbante. Durante su penúltimo año escolar, Mason recibió una carta del presidente Kotch, el líder de los Acán. Eduardo había asesinado a un grupo de mortales. "Se mataron unos a otros después de enloquecer", decía el telegrama. Le correspondía a Jan el darle muerte.
Jan encontró el asunto muy irónico, pues de entre todos los cazadores era justamente a él a quien se le entregaba la encomienda. Eduardo huyó de inmediato, pero fue fácil para Jan seguirle el rastro.
Contra su voluntad y con lágrimas en los ojos vistió el uniforme de cazador de la Orden. Ostentando sus colores negros y rojos. Se colgó su emblema en el pecho, se ciñó la espada y enfundó el resto de sus armas. Después de dos días de búsqueda lo encontró escondido en los bosques, huía hacia algún lugar desconocido, pero para su mala suerte, una larga muralla ancestral —que había permanecido en ese lugar aún a pesar de los desastres ocurridos en el primer descenso—, le cortó el paso.
Su mirada estaba perdida en el cielo cuando se dio cuenta de que era imposible seguir adelante. Las hojas secas bajo los zapatos de Jan anunciaron su llegada. Eduardo bajó la vista y después con una sonrisa desganada miró a Jan de reojo.
—Sabíamos que terminaría de esta manera... ¿no es así?
Jan no respondió, una parte de él estaba enfurecida, la otra, como siempre, empezaba a sentir compasión.
—Lo siento, Eddie.
—¡Qué ironía! —rio con desgano—. ¡Aniquilado por mi mejor amigo!
Jan no pudo evitar que una lágrima se le escapara y la gravedad la llevara hasta su cicatriz que ardió, como recordándole su misión.
—Lo siento... —repitió.
—Haz lo que tengas que hacer, de todas maneras, si tú no lo haces, ellos no mostrarán misericordia. Prefiero que seas tú.
Jan desenvainó su espada, y el ruido del filo de la navaja deslizándose de su guarda lo hizo estremecer... Estaba a punto de asesinar, no a un eterno, sino a un amigo —el mejor— había dicho él.
—¡Defiéndete! —fue más una súplica que una orden.
—¿Para qué? —se limpió estoicamente un par de lágrimas y por fin sus ojos ambarinos se posaron en los de su adversario—. Toda una legión viene a por mí. Jan retrocedió, y escuchó que unos pasos se acercaban.
—Tú podrías defenderte... incluso huir.
Eduardo volvió a reír.
—Ellos —recordó—. Tan solo eran un grupo de niñatos estúpidos, estaba tan harto, sus mentes eran débiles, en cambio la tuya... Dime, Jan. ¿Alguna vez escuchaste mis silbidos?