Tercera isla de Insulen. Año 566 de la N.E.
Pergamino nueve.
Ya no quedaba nada del bello mundo que alguna vez conocí, el despertar al día siguiente fue penoso para mí. Deambulé por las calles estremecida por los llantos, por el dolor, por la gente herida y por los muertos que eran apilados por montones; y luego tirados en fosas grandes que el ejército improvisaba. Niños, Oh... los niños llorando por sus madres, algunos de ellos habían perdido partes de su cuerpo. Era difícil creer que apenas el día anterior la humanidad pensaba y confiaba en un buen futuro. Mi corazón destrozado recordaba las glorias de antaño que ahora carecían de significado.
Caminaba sin zapatillas, mi pelo sucio y revuelto, mi cara lacerada con profundas heridas que aún no habían alcanzado a sanar. Me tapé la boca y contuve el aliento para no llorar ante la cruel escena de una mujer arrastrándose sin piernas buscando a su marido y a sus hijos. Extendí mi mano para tocarla, yo podría sanarla, a ella y a muchos en ese lugar. De pronto llegó la ayuda, decenas de enfermeros comenzaban a cubrir la zona, todos ellos enfundados en unos trajes naranjas, en la capucha se veía el símbolo de la milicia.«¡Rápido por allá!», gritaban. «¡Unidad móvil, acá!». Daban órdenes precisas sin sucumbir ante la locura. Retrocedí, entendiendo que no podía volver a cometer más errores. ¿Por qué castigar a la humanidad así? Éramos nosotros quienes merecíamos el castigo.
***
Después de aquellos acontecimientos, la vida cambió radicalmente. En el año siguiente, se firmaron los tratados de paz entre Septen, Meridian, Etrasia e Insulen, los nuevos continentes.
La radiación, producto de tantos crueles bombardeos a plantas industriales, fue el siguiente desafío de la humanidad. Durante varios siglos se utilizaron trajes especiales para andar en las calles, algunas ciudades jamás fueron habitadas. Mucho de la basura radiactiva fue enviada a las Islas de Insulen. Es ahí donde las cárceles de los herejes y criminales existen.
Y fue ese el lugar perfecto en donde mi amado y yo volvimos a escondernos. Cientos de años pasaron. Vi al mundo cambiar y reponerse. Vi cosas nuevas y presencié la extinción de algunas doctrinas y alzarse el culto a los eternos.
Nadie nos recordaba, del mundo antiguo no quedaba nada. La humanidad se preocupaba por sobrevivir,
y no por cosas tan intrascendentes como son las danzas y el ballet.
Inglaterra, Escocia... la mayor parte de Europa y Asia había desaparecido. La mitad del continente americano se hundió tras un cataclismo que dividió su extensión. Unas cuantas islas de Oceanía sobrevivieron, y África sepultó tres cuartas partes de su territorio bajo el agua.
En Insulen —antiguas islas de Oceanía— conseguí trabajo en una fábrica de conservas de pescados. Mi estación se ocupaba de la limpieza de peces, lavando, descabezando y fileteando todo el día. La moneda que recibía como pago me permitía pagar un miserable alojamiento.
Sobrevivimos muchos años, y siempre manteniendo un perfil muy bajo. Aterrada en todo momento de que alguno de mis superiores pudiera reconocerme.
A menudo pensaba en Zenyi, y si es que acaso él había ascendido con nuestros hermanos al cielo de Silen, o si había muerto como la hermana de Aiden. También recordaba mi vida antes de que nos embargara la tragedia. ¿Qué habría pasado si los malditos de Fabio y Candy jamás se hubieran interpuesto en nuestro camino?
Los años seguían pasando. Tuve varios empleos luego de que la fábrica de conservas de pescado cerrara, —las factorías fueron trasladadas al distrito de Adarve, en Etrasia, por acuerdos comerciales—. El último trabajo que tuve constaba en recoger y almacenar basura radioactiva.
Vivíamos en la tercera isla de Insulen y aprendimos a conformarnos con poco.
En mi estadía en las colinas de desechos me percaté de su existencia. Al principio, solo eran espasmos en mi vientre, que controlaba al cambiar de posición mientras almacenaba los residuos en gruesos tanques de hormigón. La revisión con el doctor en turno lo confirmó. Algo se gestaba en mi cuerpo. Una nueva vida, por increíble que pareciera. Me aconsejaron dejar las colinas inmediatamente, pero decidí soportar un poquito más. Me mudaría con Aiden, atravesaría el mar y volvería a Europa (ahora Etrasia).
A mis oídos llegaban las noticias de que nuevas potencias se alzaban luego de la destrucción. Nueva República —comprendida por el aún vasto territorio euroasiático—, rescataba todos aquellos placeres de antaño y los concentraba en una ciudad a la que bautizaron como Boga.
Era el distrito del entrenamiento, ahí bailaría ballet para los ricos. Comenzaría mi carrera con otra identidad. Volvería a los escenarios, empezaría de cero. Aiden se adaptaría y quizás sanaría al conocer a su hijo. Formaríamos en ese lugar nuestra pequeña familia. Pero tenía que planearlo muy bien, y hacerlo con mucho cuidado para no ser encontrada por los rastreadores.
Con ese pensamiento me consolaba, durante las noches en las que Aiden se sumía en episodios de locura y terror.
Pero nunca llegué a Boga... Los sueños se quedaron en eso, en solo sueños.
Por esos días, Zenyi me encontró en las colinas de depósito.
Su semblante había cambiado mucho, parecía más viejo; vetas plateadas surcaban su antes cabello castaño y líneas de expresión se juntaban debajo sus ojos. Aun así, seguía conservando toda su belleza. Mis memorias se remontaron hacia la ocasión, cientos de años atrás, en la que lo vi por primera vez atravesando la calle en aquel concurrido café en Inglaterra. Los recuerdos se difuminaban con el presente. Zenyi sonriendo y con pasos acelerados yendo a mi encuentro, lleno de alegría y esperanza.