Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.
Domingo 6 del mes doce.
—¡Estamos todos reunidos! —exclamó el hombre cuya cicatriz le sesgaba media cara—. ¡Vigías y cazadores del mundo! ¡Hoy da inicio la última batalla!
Mason miró las largas filas negras de la Orden distribuidas a lo largo del bosque, marchaban una detrás de la otra, extendidas a lo largo y ancho. El ejército que se desplegaba ante sus ojos estaba conformado desde niños, jóvenes y hasta ancianos que pese a sus años, no habían perdido la voluntad de pelear, como en las épicas batallas.
Habían venido de todo el mundo. La profecía los había preparado por años y acudían al lugar que el profeta Acán les había revelado. Ondeaban el estandarte de Acán, con los colores de la Orden. Muy atrás y custodiada por los vigías más jóvenes, raudos y fuertes, se encontraba el arca del Pacto. En ella se guardaban las cadenas y las puntas de sinar, armas de contención poderosas que rara vez eran utilizadas en las batallas. Mason pensó que no serían necesarias. Con las habilidades de la Orden y las armas comunes bastaría para eliminar a la eterna. La fe los había preparado durante años para ese encuentro y esa era su mayor arma.
A los niños les temblaban las rodillas, estaban asustados, aunque aparentaban ser valientes. Le recordaban a su hijo, aquella vez en las catacumbas cuando ocurrió su iniciación; los mayores, llenos de cicatrices espantosas y con algunos miembros mutilados, tenían en su mirada orgullo, dicha y esperanza.
—¡Los vigías han hecho bien su trabajo! ¡Nos reunimos aquí después de haber escuchado por siglos la palabra de Dios! —Kotch habló y Mason salió de su aturdimiento—. ¡Aquellos que todavía no conocen el gozo de exterminar a un eterno lo sentirán hoy! —el rostro pálido de Kotch estaba eufórico—. ¡Hoy sentirán por fin el poder y la gloria! También reunimos a los veteranos —agregó—. Les prometimos una batalla legendaria, ahora saben que la profecía se ha cumplido. ¡¿No es así?!
Ellos asintieron, haciendo un saludo ceremonial.
—Esperemos un tiempo prudente —Mason interrumpió, buscaba a su hijo con la mirada, no era posible que no estuviera ahí. Lo había mandado a destruir a la chica hacia horas. Sabía que ella seguía en Pilastra, que no había sido capaz de cruzar las fronteras. Intentó varias veces establecer contacto mediante el comunicador, pero fue inútil. Mason gruñó, temiendo lo peor.
—¡La madre está ahí! —rebatió Kotch—. ¡Es la única manera de hacerla volver! ¡No hay tiempo que perder!
Pero a Mason le urgía el deseo de coronar a su hijo con el triunfo sobre la eterna.
—Jan fue a por ella, presidente. Confío en su destreza y obediencia —sugirió con respeto—. Tal vez debamos esperar un poco más.
Kotch, que siempre había tenido sus reservas en cuanto a Jan, respondió.
—No hace falta esperarlo. Actuaremos de inmediato —Kotch se puso al frente de sus filas y dio la indicación de avanzar. Miró de reojo a Mason.
—Puedes quedarte y esperar por él, pero en vano será. Mejor es que vengas con nosotros.
Con el rostro hinchado, los labios enjutos y tragándose su orgullo, Mason obedeció. Había fracasado como vigía, como padre. Jan... siempre Jan, tocándose el corazón por esos malditos.
Kotch se acercó a él y le puso la mano sobre el hombro, reconfortándole.
—Acán lo perdonará y Dios también. Ahora vamos a lo que realmente nos atañe.
Mason y Kotch iban a la vanguardia, las filas lo seguían y él no podía dejar de admirarse de la obra de Acán. Tantos vigías, tantos cazadores marchando para exterminar a la bestia. La excitación en la Orden crecía, la noche eterna había dado comienzo con la revelación de la última y más importante de las criaturas. Ese día acontecería por fin el triunfo del mortal sobre el inmortal. Sus ojos se llenaron de brillo, su corazón se hinchó de gracia. Pero entonces recordó a Jan, sin su hijo nada de eso tenía sentido.
Cuando salieron de los bosques y avistaron por fin los terrenos de la casa Wisdel, un gran contingente de vecinos que habían permanecido en vigilia los recibió; cuchicheaban, ávidos de la verdad. Se había corrido el chisme como pólvora y ahora se unían a la búsqueda de la extraña criatura.
—¡Incompetentes! —maldijo Mason—. ¡No hacen más que estorbar!
—Es tu pueblo —dijo Kotch—. Indícales qué hacer.
Mason bufó, pero mudó el semblante apenas los tuvo de frente.
—¡Amados hermanos! —saludó Mason, acercándose fraternalmente a ellos, con una gran sonrisa. El pueblo, su pueblo, se giró uno a uno a mirarlo como quien mira al mesías descender de los cielos—. ¡Veo que han comprobado con sus propios ojos lo que por tanto tiempo les he predicado!
—Venimos a ayudar —uno de los hombres, armado hasta los dientes con instrumentos tan comunes como un azadón y un cuchillo, dio un paso al frente—. La bestia despertó, todo mundo habla sobre eso.
—¡Queremos ayudar! —reforzó una familia completa, un matrimonio maduro con cuatro hijos varones; mal vestidos, flacos y desnutridos todos ellos, pero con la firme convicción de moler a golpes a quienes se les ordenara.
Mason se llenó de beneplácito.
—¡La gloria es del pueblo escogido del Señor, de los justos y mártires que sirvan al Padre! —Mason extendió las manos al cielo—. ¡Vayan! ¡Vayan, amados hermanos! ¡La arpía, la madre de la bestia está ahí! —luego señaló el hogar de la criatura. La turba respondió con un amén, sonoro, fuerte y trepidante.