Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.
Domingo 6 del mes doce.
Aún podía sentirla, seguía en Pilastra, pero ya no estaba sola. Otras entidades estaban con ella, y una más había despertado con la fuerza de un ciclón. Sintió miedo. Las tormentas eran poco comunes, había sequía en todo el planeta y, sin embargo, en el cielo grandes nubarrones se compenetraban descargando un diluvio jamás antes visto. Jan supo exactamente en qué dirección ir y corrió hacia allá.
Beka estaba a salvo de las garras de Mason y de cualquier evento que se desatara. Era su madre quien le preocupaba. ¿Estaría en algún refugio en Almena?
Y en cuanto a Ahnyei...
«Ahnyei...», murmuró.
Jan sacudió la cabeza y exigió a sus piernas andar aún más rápido.
«Es una locura... ¿cuándo terminará», pensó.
El deseo de detenerse para beber más alcohol lo consumía, punzante y lacerante.
«Estúpido, debes mantenerte sobrio».
Jan por fin llegó al centro de Pilastra. La ciudad estaba irreconocible, sumida en un caos, hogares saqueados y sirenas de patrullas que sonaban incesantemente. La Guardia intentaba combatir los saqueos y reprimir las rebeliones descargando puños y arrestando a los alborotadores, pero eran demasiados. Jan caminó por la calle principal recibiendo varios empujones y encontronazos de la gente que huía despavorida hacia los refugios, llevando en sus manos agua y provisiones robadas de las Tiendas de la Buena Voluntad.
El cosquilleo regresaba a todo su cuerpo, su corazón latía desbocado. Jan se detuvo y sacó de uno de sus bolsillos el resto de pastillas blancas, ni siquiera pensó en si serían demasiadas, las tragó únicamente con su saliva y luego bebió del alcohol barato que Hans le había proporcionado hasta terminar la botella.
—¡La bestia! —gritaban—. ¡Ha despertado y nos aniquilará a todos!
El gentío resbalaba con la lluvia, golpeándose y avanzando con dificultad unos sobre otros, acrecentando el pánico y el miedo.
Mason los calmaría, los contendría y ellos obedecerían, sabría cómo hablarles y ellos escucharían. Pero él no era como su padre, jamás lo sería.
—¡Que se jodan! —exclamó y siguió adelante. La turba se hizo cada vez más intensa y Jan notó como la vista comenzaba a nublársele. Vio las caras flacas y empapadas por la persistente lluvia de varios hombres acercarse a él.
—¡Háblanos! —le suplicaban—. ¡Dinos qué hacer! ¡Señálanos a dónde debemos ir!
Jan sintió las piernas pesadas. Una náusea poderosa se revolvía en sus entrañas y subía en forma de vómito por su garganta. Se detuvo apoyando los brazos en sus piernas, intentando controlar las arcadas.
«Vamos, no tengo tiempo para esto...»
Su cuerpo estaba al límite, intoxicado por la combinación de drogas y alcohol.
«Soy un estúpido», pensó. La cabeza comenzó a darle vueltas. Unos puntos azules y rosas se dibujaron en los rostros que lo sofocaban. Jan miró hacia arriba.
—¡Eres el hijo del ministro! —alcanzó a escuchar—. ¡Dinos qué hacer!
Sintió como el suelo desaparecía bajo sus pies y como un apagón comenzaba a desconectar las funciones básicas de su cerebro.
—¡Tenemos miedo! —sintió como un brazo tiraba insistentemente de su capa.
—¡Ayúdame! —una mujer anegada en llanto se aferraba, tocándole su rostro como si él fuera un ser milagroso.
—No puedo —murmuró a las siluetas borrosas. Un golpe seco al fin apagó las voces y las luces. La cabeza de Jan había aterrizado sobre el cemento duro, completamente inconsciente, mientras las pisadas feroces de cientos de asustados fieles dejaban su impronta en su cuerpo.
***
Una voz conocida le llamó por su nombre. Aturdido, Jan abrió los ojos.
El ruido agudo e incesante de las alarmas continuaba. Ya era de día. Seguía tendido en la misma acera y el tumulto había desaparecido. Las calles ahora estaban desiertas y las casas, el bosque, establecimientos e incluso el templo del Día de Adoración ardían. Miró hacia arriba y vio como del cielo caía fuego. Se talló los ojos más de una vez para comprobar que lo que miraba era real.
—¡Jan! —repitió la voz que ahora agitaba su cuerpo—. No me obligues a abofetearte, Jan. ¡Reacciona!
Jan enfocó finalmente a la figura borrosa que le hablaba.
—Mathus... —susurró al reconocer sus ojos color miel, tranquilos y apacibles, que seguían conservando la calma a pesar del desastre, y ese bigote escuálido y ridículo que lo caracterizaba.
—¿Estás bien, Jan? Deberías estar en los refugios. La ciudad ya ha sido evacuada.
Jan se incorporó, obligando a sus piernas entumecidas a ponerse de pie.
—¿Qué ha sucedido? Me desmayé cuando quedé atrapado entre un tumulto.
—Es el apocalipsis, a mí parecer —respondió Mathus—. Llueve fuego desde hace un par de minutos, proviene de la finca Wisdel, o al menos de lo que queda de ella.
Jan abrió más los ojos.
«Un eterno que controlaba la naturaleza», pensó. «A este paso la ciudad, la Sede de los Cinco... No... todo el mundo desaparecería».