Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.
Domingo 6 del mes doce.
Cada escalón era un suplicio, el cuerpo le dolía, la bala le había quebrado el hueso de la pierna, podía sentir las astillas clavándose en su músculo con cada movimiento que hacía. La sangre no dejaba de manar de su nariz. Mason se relamió la boca, degustando esa sensación metálica. Estaba convencido de su fortaleza, sus mortificaciones no habían sido en vano. Lo habían endurecido y blindado con poder.
Eso se repetía mientras se arrastraba con piernas y codos, manteniendo su vista en la puerta de salida. Se había arrancado el crucifijo del pecho y lo apretaba con fuerza con su puño derecho, confiando en él, haciéndole promesas divinas.
La luz del sol se colaba por la franja de la abertura de la puerta, el seguro estaba roto y colgaba por un lado.
—¡Me las pagarás, Kotch!
Dedicaría cada fibra de su ser para acabar con él, sumiría esa cabeza en el fango hasta que su estúpido semblante de superioridad desapareciera.
Con esa firme resolución por fin llegó a la meta y abrió la puerta.
Ante él, el escenario era desolador. Decenas de guerreros yacían muertos, como esteras sanguinolentas extendidas a diestra y siniestra. Las masas de cuerpos eran irreconocibles. Mason caminó sobre los cadáveres despedazados sin ningún remordimiento, quebrando uno que otro hueso con su calzado. No le importaba, habían muerto con honor y ahora descansaban en el paraíso.
Pensaba en Jan. No podía creer que su cuerpo fuera parte de tan horripilante escena. Resbaló unas cuantas veces y otras tantas anduvo cuerpo a tierra, arrastrando la pierna que con cada paso parecía volverse más inútil.
Tenía el alma en vilo, temiendo ser encontrado por la gente equivocada, pero cuando vislumbró el ave negra zumbando en las alturas, alzó los brazos al cielo, agitándolos con emoción.
—¡Aleluya! ¡Aleluya! —gimió. Estaba seguro de que la aeronave pertenecía a la Orden. Los colores rojo y plateado que decoraban las líneas de las compuertas le brindaban esa esperanza—. ¡Estoy salvado! ¡Rahvé me ha salvado!
Las puertas de la nave se abrieron y dos hombres saltaron con pericia. Los paracaídas se abrieron casi de inmediato. Sí, eran ellos, el equipo de rescate de la Orden.
Mason avanzó, pero la pierna inútil se atoró en la extremidad de uno de los cadáveres. Miró hacia abajo y sonrió. Reconocía ese pelo blanco, casi plateado, y el muñón carbonizado de su otra extremidad. El Señor lo seguía bendiciendo. Mason se agachó torpemente para liberar su pie.
Los ojos de Kotch seguían abiertos. Una línea de líquido rojo y viscoso surcaba sus cejas, denotando que no hacía mucho tiempo había muerto. Mason se percató del orificio en su entrecejo. Nervioso, miró hacia todos lados. El siguiente tiro del francotirador podría ser para él. Lleno de miedo se hizo un ovillo y esperó.
¿Quién llegaría primero?, se cuestionó, ¿amigo o enemigo? Esa decisión la tendría solamente el Altísimo.
Los rescatistas terminaron su descenso y corrieron a su encuentro. Minutos después, Mason fue subido por los cielos, asegurado en una camilla blanca. Una vez más, Rahvé lo favorecía.
—No se preocupe, presidente —le dijo un muchachito de ojos grises y barba castaña—. Está a salvo. Lo trasladaremos al hospital de la Orden.
—Presidente... —murmuró Mason. Qué bien se sentía escuchar ese título.
—No hay más sobrevivientes —dijo una voz. Mason miró en dirección a la cabina, provenía de ahí—. La misión de rescate ha terminado.
—No... —dijo Mason levantando una mano—. Mi hijo...
—Lo siento, presidente —intervino otro de los rescatistas—. Hemos sobrevolado la zona tres veces. No podemos arriesgarnos. Volveremos mañana.
—La criatura... —agregó Mason—. ¿Está muerta?
—No lo sabemos, presidente Mason —contestó el joven de los ojos grises.
Mason gruñó. Entonces decidió incorporarse.
—¡Presidente! ¡No debe moverse!
—¡Quítame estas cosas! —exigió Mason, intentando desatar las correas que lo sujetaban a la camilla—. ¡Necesito asegurarme de que esté muerta! ¡Ahora que el presidente Kotch está muerto, soy yo quien da las órdenes!
El piloto obedeció a regañadientes, trazó una nueva ruta y amplió el perímetro de búsqueda. Descendió unos metros para mejorar la visión.
—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó al joven de barba castaña y ojos grises que no se apartaba de su lado.
—Yiles, presidente.
—Bueno, Yiles —dijo, temblando, reuniendo sus últimas fuerzas a pesar del cansancio y la perdida de sangre—. Necesito que a partir de ahora me obedezcas, si lo haces el Señor te premiará
—Haré lo que me pida, presidente —asintió el joven.
—Volaremos sobre el bosque —advirtió el piloto y capitán al mando—. Solo lo haremos una vez, presidente Mason. No podemos arriesgarnos a perderlo a usted también.
—Una vez me bastará —respondió Mason, incorporándose en la camilla con ayuda de Yiles, luego de que le quitara las correas.