Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.
Lunes 7 del mes doce.
El nombre de Mason no aparecía en la lista de los sobrevivientes, tampoco figuraba entre los fallecidos. Ambos registros fueron publicados a la mañana siguiente en el ayuntamiento de Pilastra.
—Ojalá estés muerto, maldito —masculló mientras buscaba los apellidos de Hans y Beka. Exhaló un suspiro cuando los encontró. Miró la dirección, se encontraban en el refugio de Almena.
Jan estaba seguro de que la bala que había terminado con la vida de Mera Carysel estaba destinada para Ahnyei. Se parecían tanto físicamente que era comprensible que se hubiera tratado de un error. La bala atravesó certera la sien de la pequeña. Fue una ejecución impecable, pero equivocada. Jan no sabía cómo sentirse al respecto. La niña no tenía la culpa de nada, pero sin pensarlo, había salvado la vida de Ahnyei.
—¿Los encontraste? —preguntó ella. Jan la miró, tenía la cara roja y los ojos hinchados de tanto llorar—. Sí. Están en Almena.
Los refugios de la Sede de los Cinco se habían habilitado para sanar a los heridos, en una suerte de hospitales improvisados. Pilastra estaba casi destruida, pero los demás distritos seguían más o menos en pie.
—No habrá funeral —dijo Ahnyei—. Mathus solo quiere enterrar su cuerpo en las colinas.
Jan asintió, luego la atrajo hacía él en un abrazo y le besó la frente. Ahnyei lloró otra vez.
En el refugio de Pilastra les habían proporcionado jabón y ropa limpia. Marie trabajaba como voluntaria, yendo y viniendo con sábanas y ropa de cama, y atendiendo a los heridos. Había sanado a algunos y a otros los había rescatado de una muerte segura, pero actuaba con diligencia para no ponerse en evidencia. La gente de Pilastra no sé explicaba muy bien qué había sucedido, ni sabían con certeza quienes eran los eternos que se encontraban entre ellos. A Jan esto ya no le preocupaba. Sin la nociva influencia de Mason, el culto de los Seguidores del Día de Adoración estaba prácticamente muerto.
Jan y Ahnyei caminaron a la salida del Ayuntamiento para reunirse con la familia Carysel, lo que quedaba de ella, y realizar los arreglos necesarios para enterrar a la pequeña.
Cruzaron la puerta y el aire fresco les dio en la cara. El aroma de ella nuevamente llenó sus pulmones.
La cercanía de Ahnyei le proporcionaba la paz que tanto necesitaba. Ya habían pasado más de veinticuatro horas sin probar una gota de alcohol, y parecía ya no necesitarlo.
Tomó su mano y nuevamente sintió esa descarga de energía circulando por todo su cuerpo. Comprobó que efectivamente, algo de ella se había quedado para siempre en él, reclamándolo como suyo.
La amaba. No podía negarlo. La necesitaba, pero debía ser honesto con ella.
—Debo ir a Almena —dijo, deteniéndose un momento—. Lo haré después de que sepultemos a Mera.
No tuvo que explicarle nada. Ella ya lo sabía. Ahnyei clavó su mirada en el piso.
—Irás a por ella...
Jan tragó saliva.
—Ahnyei, mírame —le suplicó.
Ella limpió sus ojos con sus palmas y obedeció.
—Necesito poner las cosas en orden, pero tienes mi promesa de que no te fallaré. Nunca —luego le tomó las manos y la miró plenamente—. ¿Confiarás en mí?
Ahnyei dirigió su mirada hacia otra dirección, como dudando. Se mordió el labio, pero al fin asintió y lo miró de vuelta.
—Lo haré —confirmó luego de una breve pausa que a Jan le pareció eterna. En sus ojos había más que esperanza.
Quería besarla, desesperadamente, pero no volvería a hacerlo, no hasta hablar con Beka. En cambio, se conformó con fundirse con ella en un abrazo, absorbiendo lentamente la fragancia y calor de su piel.
El breve cortejo fúnebre se reunió en las colinas que servían, antes de la destrucción, como un mirador. El cementerio estaba lleno, ahí se apilaban en fosas comunes todos los cuerpos encontrados en los terrenos aledaños a la casa Wisdel. Jan habría preferido jamás haber mirado cómo las máquinas de volcado transportaban en sus cajas los cadáveres de sus hermanos de la Orden para darles esa profana sepultura. Una punzada de remordimiento lo aquejó. Había traicionado a sus hermanos, tal y como le había dicho Kotch. Ahora estaba del lado de los eternos, porque Ahnyei pertenecía a ellos. Por tanto, los juramentos ya no significaban nada. No podía destruir lo que amaba.
Jan sacudió la cabeza y miró a la hermosa criatura que lo acompañaba. Aún cansada, llorosa, y en harapos grises, era divina. Pero el atributo que más resaltaba en ella era su bondad. Poseía unos sentimientos nobles y puros. Eso le bastaba.
Entre Mathus y Teho abrieron la tierra y cavaron la fosa. Teho se limpiaba las lágrimas con las mangas de su suéter beige. Su padre no lloraba, estaba concentrado en cada movimiento de la pala. No habían ataúdes disponibles en Pilastra, pero Mathus se las había arreglado para conseguir uno pequeño, justo del tamaño de Mera, era blanco con grabados de flores en la tapa.
El ataúd descendió y con él, la vida de los Carysel terminó. De Teho, aquel joven parlanchín, no quedaba nada. Despidió a su hermana con un beso al aire, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas silenciosas. Mathus tenía la mirada perdida en el vacío, ausente y consumido por el dolor de una nueva pérdida.