Nauzet se revolvía en la cama mientras los agujeros de las persianas dejaban pasar la luz del sol de la mañana, iluminando poco la estancia. Se estiró y pensó en cómo se había dormido, peleándose con el portátil porque no se conectaba internet, sin poder ver la televisión porque no había electricidad y acostándose pronto a pesar de que, al día siguiente, por cuestiones de Estado, no tenía que madrugar para ir a la Universidad. Y eso lo motivó. Iba a aprovechar para dormir hasta altas horas de la mañana.
Cerró los ojos y volvió a dormir. Y en lo que fue, para él, cinco minutos, pero que en realidad fue más de una hora, un ruido ensordecedor le despertó. Era una sirena, como la que escuchaba en la escuela y en el instituto para salir de clase. Se tapó los oídos con la almohada y aun así, el sonido le penetraba los tímpanos. Apartó las sábanas y la manta y, abriéndose los ojos con los dedos quitándose las legañas, se puso en pie y abrió la persiana. Nadie. No había nadie. No pasaba ni un coche. Aquella calle, transitada por vehículos diariamente ya no presentaba la imagen de días atrás. La sirena seguía sonando. Nauzet miró su reloj. Habían pasado cinco minutos y aquel ruido no había cesado, ese ruido que ya había entrado en su cabeza. Era una tortura.
Se asomó a la puerta del bloque y no vio a nade que había seguido su mismo instinto, pero sí que vio otra carta en el suelo, una mitad estaba junto al felpudo y la otra parte en el piso, bajo la puerta. Tenía el mismo remitente que la del día anterior: el Estado.
“Por fin, a ver qué es lo que pasa” se dijo.
Fue al salón para leerla y en el camino la sirena dejó de sonar. Eran las ocho y media y Nauzet sabía que aquel ruido tenía un sentido y creía que su objetivo había sido cumplido: levantar de la cama a todo el vecindario.
“Buenos días, querido ciudadano:
Tenemos la gran suerte de inaugurar en España y Portugal el IV Reich Alemán que contará con toda Europa para salir de esta crisis económica. Junto con esa carta encontrará tres adhesivos: uno verde, otro azul y uno rojo, en forma de círculo. Rogamos sigan leyendo las instrucciones.
Niños de uno a doce años llevarán la pegatina verde. Los adolescentes de doce a dieciocho, la azul y los adultos hasta los sesenta y cinco años la roja. Otro modo de clasificación es el siguiente: las familias sin patrimonio y sin trabajo llevarán la pegatina roja. Las familias con patrimonio y trabajo al menos de uno de sus miembros portarán la azul y las familias con una renta superior a los setenta y cinco mil euros entre patrimonio y trabajo, la verde.
Este adhesivo se deberá colocar, por su seguridad, en el pecho, encima de la ropa y siempre tiene que estar visible. Si usted no lleva ninguna pegatina no le podemos garantizar su seguridad.
Trabajamos para la grandeza de Alemania y de Europa, Marta Ribbentrop en nombre del Hierach Rosenthal”.
“Joder, pero ¿Qué está pasando? ¿Qué tiene que ver el dinero familiar y las pegatinas? ¿Qué pretenden?”
Nauzet miró de nuevo su reloj, que era el único aparato que le funcionaba y le servía. Las nueve. Fue a vestirse y cuando abrió su armario otro gran sonido inundó su cuerpo: esta vez era un gran silbido que acabó con un gran estruendo que llevó a Nauzet al suelo, el cual estaba vibrando.
Estas explosiones no dejaron de producirse y pudo escuchar también los aviones que surcaban los cielos de Granada entre el silencio de la capital.
“¡Son bombas! ¡Es un ataque terrorista! ¡Con aviones!”
Reptó por el suelo hacia su escritorio y se colocó debajo, rezando para que ninguna de aquellas explosiones se produjeran en su edificio porque si no, perdería la vida. Pasados unos diez largos minutos, el bombardeo terminó y Nauzet, como loco, se asomó a la ventana. Ante sí tenía una imagen devastadora, una bomba había caído en el centro de la calzada y había creado un cráter cuyos restos materiales salieron disparados dañando numerosos coches aparcados en la vía. El edificio de enfrente donde había varios pequeños negocios, había sido objetivo de una de las explosiones y podía ver los materiales de estas tiendas listos para ser vendidos ya que los muros de las fachadas se habían venido abajo. Con un vistazo hacia arriba de la calle, pudo comprobar que la situación era la misma. Nauzet tenía suerte, su bloque no se había visto afectado.
¿Cuántos muertos habría?
Vio a más personas que al igual que él, estaban mirando por su ventana, admirando el infernal paisaje. Viendo como su vida se estaba transformando. Cómo su entorno había sido atacado. Y de pronto, un joven que vestía un chándal oscuro y el pelo largo, con la pegatina roja en el pecho, corría por la calle con algo entre las manos, intentando cruzar el cráter y llegar al otro lado de la calzada. Se veía asustado y nervioso. Miraba hacia atrás continuamente.
—¿Qué haces? —le gritó Nauzet— ¡Vuelve a casa! ¡Te matarán los terroristas!
Una ametralladora, seguramente situada en alguna azotea de algún bloque de pisos cercano, disparó contra el joven, acertando en la espalda. Cayendo éste de bruces al suelo.
—¡No! —volvió a gritar— ¡Qué no salga nadie!
Nauzet creía que los terroristas estaban en la ciudad, por eso el Estado había intentado asegurar sus vidas. Para eso estaban los gobernantes, ¿no? Se tranquilizó al escuchar los camiones y coches de la W-W que surcaban ahora las calles de Granada, dejando a policías en cada esquina. Los helicópteros y algún que otro caza estaban también al servicio de la ciudadanía.