En la iglesia de San Clodoveo todo estaba muy tranquilo. Santiago se encontraba sentado en una banca viendo como Rubén barría de un lado a otro, como siempre, el anciano lo seguía con la cabeza de derecha a izquierda y de vuelta.
- Ya deja eso, por favor. – Le dijo Santiago a Rubén. – Pasas todo el día barriendo esta vieja iglesia. – Veía hacia el techo de la iglesia. – Por favor descansa un momento. – Le dijo. En verdad era la primera vez que Santiago reaccionaba de esa manera, nunca le había molestado el que Rubén barriera la iglesia.
- Perdone padre. – Le dijo el cura. – Pero la iglesia debe estar limpia todo el tiempo para los feligreses. Además mañana temprano tenemos misa y no daría tiempo de limpiar antes de que usted comience. -
- ¿Es por eso que barres todo el tiempo? – Le preguntó Santiago cabizbajo, con la mirada al suelo.
- Padre. – Dijo Rubén apoyándose en la escoba mientras veía al padre sentado en la banca. – Lo noto preocupado. – Se recostó en el palo de la escoba. - ¿Está todo bien? – Le preguntó el gordo cura. El padre lo vio y trató de sonreír, pero fue inútil.
Santiago agachó la mirada nuevamente. Movía los pies sobre el piso de la iglesia. – A decir verdad. – Hizo una pausa. – No. – Alzó su vista nuevamente hacia el cura.
- ¿Qué ocurre padre? – Preguntó el cura asustado acercándose al anciano. Colocó una de sus manos sobre el hombro de Santiago.
- Pues verás. – Le dijo el padre Santiago. – Todo comenzó el día que conocí a Necros.
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Santiago se encontraba tranquilo en el jardín de la iglesia. Estaba sentado en una banca contando los girasoles, ya que era la flor que más plantaba Rubén, siempre habían nuevos, entonces el anciano se tomaba el tiempo para contarlos, no lo hacía con el afán de auditarlos, simplemente le gustaba contarlos en su tiempo libre. Ese día se encontraba tranquilo contando los girasoles, cuando de pronto una columna de luz blanca lo cegó.
- ¿Qué es esto? – Preguntó el padre tratando de cubrir sus ojos con su antebrazo. Se podía divisar una silueta humana en el centro de la columna.
- Santiago. – Dijo una voz desde la columna.
- ¿Quién eres? – Preguntó el padre. - ¿Eres tu Mikael? –
- Asi es. – Dijo el ángel viéndolo. – Soy yo. Pon atención. A ti vendrá un hombre, a quien yo maldije, es tu deber ayudarlo a volver al cielo, o de lo contrario su alma se irá al infierno por toda la eternidad. – El ángel únicamente movía sus labios. - ¿Entendiste? -
- Entendí. – Dijo Santiago. Entonces lo vio. Un hombre pálido que llevaba una gabardina negra como la noche, al igual que su cabello y unas gafas del mismo color entraba por la puerta de la iglesia. El padre trató de acercarse a él con mucha cautela. – ¿Y tú quién eres? - Preguntó el anciano muy asustado.
- ¿Tu eres Santiago? – Preguntó aquel hombre señalando al anciano Padre. No se veía ningún sentimiento o emoción en él, ni siquiera tenía expresiones en su rostro.
- ¿Tú quién eres? – Preguntó de vuelta el anciano.
Necros lo vio. – No se responde una pregunta con otra. – Le dijo al anciano frente a él.
- Eres un insolente. – Le dijo el anciano. – Estás tratando con un sacerdote hijo. – Santiago volvía a tomar asiento en una vieja silla que tenía a un lado de donde se encontraba parado.
- Yo pregunté primero. – Le dijo Necros al padre.
- Así es. – Le dijo Santiago suspirando, sabiendo que no podría ganarle la discusión. – Yo soy el padre Santiago. - ¿Quién eres tú? – Le preguntó a aquel hombre frente a él.