Al borde del bosque centenario de Rukhara, en Rhionen, vivían los Erkariel. Una familia humilde de granjeros cuyo linaje élfico se distinguía por permanecer a las sombras de la capital: no buscaban problemas desde la Gran Guerra Mágica.
Estaban lejos de prever lo que iba a suceder aquella noche…
Situada en una pequeña colina cubierta de hierba dorada, se encontraba la granja de los Erkariel. Estaba rodeada de campos de cultivo, árboles de arkora y el río sagrado de Rukhara.
Se componía por tres edificios, y el de en medio era el que utilizaban para vivir. Este edificio de dos pisos fue fabricado principalmente con piedra blanca y madera de roble dorado, cuya fachada emanaba una calidez reconfortante y encantadora sin atreverse a rozar lo ostentoso. El techo era de tejas verde musgo, casi cubierto por enredaderas.
Aquella casa emanaba un aire entre rústico y élfico: arcos suaves en las puertas, ventanas con vitrales naturales de tonos verdosos y detalles tallados con motivos de hojas, dragones y constelaciones antiguas.
En el ambiente siempre se podía oler pan de arkora horneándose.
Por el día, los padres se dedicaban a recolectar y a atender la tienda, mientras que las pequeñas de la casa asistían a la Academia de Lorenhil: donde no solo estudiaban el arte de la naturaleza, sino que además practicaban artes militares.
Su rutina diaria era prácticamente la misma, exceptuando días donde sucedían ciertos imprevistos: la lluvia les impedía salir a cazar, los eventos estivales concentraban a su principal clientela en la plaza de la capital, o semanas en que las bestias rukkh pasaban por un ciclo más agresivo y se acercaban demasiado a la granja, entre otros.
Kareliya, la madre de familia de los Erkariel, era conocida no solo por su pan de arkora (que se encontraba horneando en ese preciso momento mientras cantaba, impregnando la estancia con el olor a pan recién hecho, algo ya común para cualquier visitante), sino que además lucía una larga melena azabache decorada con pétalos de Lithara, unas flores de pétalos finos y blancos, que contrastaban con la oscuridad de su cabello.
Krivar, ajeno a todo lo que estaba por suceder aquella noche, siguió con sus tareas. Él se encargaba del trabajo pesado: cortaba leña, cazaba rukkhs con flechas fabricadas por él, tallaba muebles con madera Thëlorin, recolectaba bayas como las de Ëlvareth…
Pese a su pronunciada tripa, que destacaba por encima de sus rizos color del fuego y sus manos grandes como libros de la Academia, se movía con tanta facilidad que casi parecía desafiar la fuerza de gravedad. Grande e imponente, pero ligero como una pluma.
Más tarde, cuando el sol decidía ya esconderse, las pequeñas se tumbaron frente a la chimenea, esperando pacientemente la cena de su madre.
La sala principal era espaciosa y abierta, con un hogar central de piedra donde ardía el fuego prácticamente todo el día. Las paredes estaban decoradas con tapices que la misma Kareliya tejía y sobre los muebles había algunas figuras de madera talladas por Krivar. Algunas de ellas tenían forma de flores, sobre todo Lithara, las favoritas de su mujer.
Rarika, la mediana, se encontraba con la nariz puntiaguda entre las hojas de su cuaderno de papel de lirvë. Seguramente repasando el poema de desamor no vivido que terminaba de escribir. Sus ojos, de color menta silvestre, estaban fijos en algún punto donde se difuminaba la fantasía con la realidad. Parecía estar repasando el poema para buscar algún error, ya que sus orejas apuntaban al cielo, en alerta. Era una manía que arrastraba desde pequeña.
Kareliya apareció con la ensalada de hojas silvestres con perlas de rocío y miel de luna, preparada con el amor y el cariño que la mujer añadía a todo lo que hacía. Karvë, la hermana mayor, empezó a refunfuñar, disgustada. Se había pasado el día entrenando en la Academia, por lo que venía más hambrienta que un rukkh. Sus tripas rugían furiosamente. Se rodeó la tripa con los brazos, tratando de calmara a las bestias invisibles que demandaban comida dentro de su cuerpo.
Ella solo quería alimentarse con un buen trozo de carne.
Cogió una hoja de lechuga, la levantó y la examinó mientras ponía muecas de asco. Miró de reojo a su madre y comenzó a planear un discurso que la convenciese de cocinar otro plato. Pero lo descartó en cuanto Kareliya se cruzó de brazos y la miró fijamente, como si le hubiese leído la mente. Krivar, quien en secreto apoyaba a su hija Karvë en cuanto al disgusto con la ensalada, no se atrevió siquiera a abrir la boca. Él también quería cenar un buen chuletón a la brasa, calentito, humeante y con una pizca de sal. Bien jugoso con su salsa. Y si encima le añadías pan de arkora…
No pudo más y se levantó de inmediato. Él mismo se haría ese delicioso chuletón. Al punto, como le gustaba.
Kareliya se encogió de hombros y dejó a su hijo pequeño, un bebé de apenas cuatro ciclos solares, en su trona. En un bol de madera, le puso un poco de puré de patatas machacadas lentamente y mezclada con semillas y aceites naturales, encontrados únicamente en los olivos del bosque Rukhara. Entonces procedió a dárselo a Kior con la ayuda de una cuchara. El bebé gemía de placer mientras soportaba la mirada recelosa de su hermana mayor Karvë.
—¿Y puré de patatas no ha sobrado? —la muchacha miraba con anhelo aquella pasta que, en otra ocasión, le habría resultado cuanto menos asquerosa.
Kareliya respondió con silencio y a Karvë no le quedó otra que esperar a que su padre intentase cocinar el chuletón. Sin embargo, viendo que no sabía la diferencia entre sartén y olla, desistió y decidió comerse la ensalada.
Para cuando volvió la mirada al plato, se dio cuenta de que Rarika se lo había terminado todo y había vuelto al sofá para seguir escribiendo aquel poema en el que llevaba trabajando unos días.
No extrañó a nadie, ya que la mediana de los hijos acostumbraba a perderse en sus mundos imaginarios. De vez en cuando aparecía para dar señales de vida, y volvía a su habitación para leer o escribir.
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Editado: 29.05.2025