Las Crónicas de Rhionen | El despertar de los dragones

CAPÍTULO I · La princesa se encuentra en apuros ·

La brisa matinal del Palacio de Lómeren danzaba entre las columnas de mármol lunar, jugando con los flecos de los estandartes bordados en hilos de oro viejo. La luz del amanecer filtraba sus haces por los vitrales de hoja tallada, arrojando mosaicos de verdes y ámbares sobre el pulido suelo de ónice. Un aroma suave a jazmín, almendra y pergamino flotaba en el aire como un recuerdo amable.

Aëlya Narvionel abrió los ojos con lentitud, arrullada por el canto lejano de los zorzales y el leve crujir de los candelabros que pendían de su dosel de encaje élfico. El lecho donde dormía estaba cubierto por sábanas de seda del río sagrado (lugar en el que se reúnen los elfos recién graduados en la Academia Militar Élfica, donde acuden para estudiar el arte de la guerra y la estrategia en combate, y celebran una fiesta en honor a los antiguos dioses agradeciendo sus bendiciones y pidiendo que continúen protegiéndoles a cambio de un sacrificio mediante un ritual de graduación), tejidas en Telanor por las hilanderas de agua, suaves como niebla y frescas como un arroyo al alba. El dosel colgaba de un marco de roble blanco, trabajado con filigranas que representaban escenas del linaje real.

Cada mañana, al despertar, Aëlya miraba aquella talla que mostraba a su padre, aún joven, elevando una espada hacia el cielo con el rostro iluminado por un dragón solar.

Se incorporó con lentitud. Su bata de descanso, de lino aéreo teñido con albaricoque y bordada con motivos de helecho, la envolvía con gracia. Sus pies, aún descalzos, tocaron el tapiz que cubría el suelo: una escena bordada de la creación de los primeros elfos, en tonos dorados, azules y cobre. Las torres del palacio asomaban más allá de las cortinas, y el canto de un laúd lejano acompañaba los pasos de la doncella Milenara, que entró con una reverencia leve y una sonrisa de ternura.

— Mi señora, vuestra túnica para esta mañana —anunció la elfa, alzando con ambas manos una prenda envolvente. Un mechón del grisáceo cabello de la doncella se deslizó con gracia a través de su oreja puntiaguda, quedando pendiendo en el aire y ondeando al ritmo del mismo.

La mujer portaba entre sus magulladas y vividas manos una túnica larga de azul profundo, con delicados brocados de plata en las mangas, que terminaban en bordes abiertos como alas. La capa que la acompañaba era de terciopelo esmeralda, y ondeaba al menor movimiento, sujeta al cuello por un broche tallado en cristal lunar con la forma de una estrella de ocho puntas. Milenara peinó el cabello de la princesa con paciencia, separándolo en suaves trenzas que caían como hilos de sol pálido sobre su espalda.

Aëlya no dijo nada al principio. Observaba su reflejo en el espejo bruñido de plata, viendo a una muchacha de apenas noventa inviernos —aún joven según los suyos—, pero con la compostura de una heredera. O eso ansiaba ella, pero en el fondo de su ser sabía que jamás sucedería. En Rhionen las leyes estaban sutilmente ligadas con el honor y la moral, e incumplir una de ellas, aunque fuese en una mínima parte, conllevaba a las mil miradas asesinas por parte de los demás elfos y, quizá, alguna que otra emboscada. Mas su padre jamás permitiría que apareciese ni siquiera la más ínfima posibilidad de que su reino se viese dividido, después de los cientos de años, sudor y lágrimas que les había costado reconstruir la región.

Y, lastimosamente, en Rhionen debía reinar un varón por ley. Y ella no lo era.

Sus ojos, de un gris líquido como la niebla sobre el mar, mostraban una inteligencia contenida tras una melancolía discreta.

— ¿Dónde está mi padre esta mañana? —preguntó, mientras Milenara ajustaba la capa. Quizá en un intento de distracción, quizá porque le preocupaba de verdad el paradero de su padre.

Desde hacía unos pocos ciclos lunares, se venían escuchando rumores por las calles de la región. Incluso se escuchaban en las tabernas más remotas y escondidas en las profundidades de los frondosos bosques de Grahkt, de quienes nunca se había escuchado siquiera mencionar su existencia. Posiblemente rumores malintencionados y provocados por aquella pequeña parte del pueblo que nunca quiso que reinasen los Narvionel, pero por minúsculo que fuese el grupo compuesto por revolucionarios, no debía pasarse por alto. Aëlya y Tharion lo sabían bien.

La joven princesa prestó atención a la respuesta de la anciana.

— En el Salón de Robles, revisando mapas con los sabios de la frontera. Mas ha dicho que os verá antes del almuerzo —respondió la doncella, recogiendo el cesto de costura.

El desayuno se sirvió en el Balcón de la Luz: frutas de bosque bañadas en néctar, pan de pétalo suave y una infusión de vainilla y flores del sur. Aëlya apenas tocó nada. Sus pensamientos se deslizaban como sombras entre el deber y el deseo de algo más allá de los muros marmóreos.

El rey Tharion Narvionel apareció cuando el sol ya estaba alto. Era un elfo con más estatura que la media, de porte imponente con músculos marcados, su cabello castaño oscuro caía en ondas recogidas con una cinta de cuero trenzado. Vestía una capa de lana púrpura, adornada con filos de marfil y un medallón con el blasón real: una hoja encendida flotando sobre un lago. Bajo la capa, llevaba una túnica de brocado azul celeste con reflejos metálicos, ceñida por un cinturón de cuero trabajado con runas antiguas.

Aëlya acudió a él con una sonrisa contenida, pero genuina. El rey la recibió con los brazos abiertos. La princesa emanó olores dulzones, extraídos minuciosamente por los elaboradores de jabón más demandados de Rhionen: Jahk y Dohp. Ambos aplicaban una técnica milenaria, donde extraían toda esencia de las bayas y, tras un largo proceso cargado de paciencia y dedicación, lograban fabricar un extracto de bayas que utilizaban las damas para lavarse el cabello.

Este era el modelo más demandado entre las elfas de alta aristocracia, y también el que utilizaba la reina. Que los dioses, antiguos y nuevos, la aguarden.




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