Las montañas del norte susurraban con el viento del deshielo, y los bosques del reino de Rhionen despertaban lentamente tras la nevada más tardía en años. En los claros entre los troncos centenarios, el musgo volvía a crecer con tímido vigor, y las criaturas menores salían de sus guaridas. Pero entre los aldeanos, no era la primavera lo que se comentaba.
— Dices que los guardias se llevaron al herrero de Linorh esta madrugada —murmuró una voz baja en la taberna de Orvell, en la aldea de Eärdelin.
— Sin juicio, sin palabras, sin causa —respondió otra, algo más ronca—. Como si el aire de la noche hubiera susurrado su nombre a los oídos de alguien que no duerme.
Seyrin, sentada a la sombra de una columna de madera tallada, no podía evitar escuchar. Su oído, entrenado por años entre los cesteros y pastores del valle, captaba con facilidad lo que otros intentaban ocultar. Llevaba una túnica sencilla de lino pardo, ceñida a la cintura por una cuerda de fibras tejidas por ella misma. El manto que la cubría tenía bordados caseros de hojas de serbal, símbolo de protección. Era joven, quizá apenas setenta veranos, pero sus ojos de ámbar viejo cargaban más experiencia de la que se esperaría de una herborista rural.
—Dicen que fue por una palabra mal dicha sobre... ya sabes quién —agregó el más anciano de los dos.
Seyrin alzó la vista con disimulo. "Ya sabes quién" no podía ser otro que Vaelharion Narvionel, el hermano menor del rey Tharion. Un elfo de rostro pálido y voz como cristal al romperse. Siempre elegante, siempre presente en las reuniones de consejo. Especialmente cuando se trataban asuntos del norte, parte de Rhionen que él reinaba gracias a la caridad de su hermano mayor, quien se lo ofreció en son de paz para que no se sintiese relegado al morir su padre y perder ciertos derechos.
Un escalofrío recorrió la espalda de Seyrin.
Al sur del valle de Eärdelin, más allá de las murallas externas que protegían los caminos hacia la capital, el puesto fronterizo de Thandorel mantenía una vigilia constante. Era un recinto de piedra gris y vigas de roble reforzado, con estandartes verdes ondeando perezosamente bajo el cielo nublado.
En lo alto de la torre de vigía, el capitán Tharonel retiró el guante de cuero de su mano derecha y apretó el pergamino lacrado que acababa de recibir. El sello no era el del rey.
— Otro envío de instrucciones, sin firma real —murmuró, frunciendo el ceño.
Vestía la armadura ceremonial de la frontera: placas ligeras sobre túnica verde oscuro, con hombreras de bronce bruñido en forma de alas de halcón, antiguo símbolo del Señor del Norte. Su capa ondeaba al viento con dificultad, larga y pesada, teñida de negro y con reflejos aceitunados. Un broche de plata con un estampado del animal representante del norte, el halcón, sujetaba la tela con distinción.
Entró en el salón inferior, donde dos tenientes lo esperaban. El fuego de la chimenea crepitaba con fuerza, y sobre la mesa redonda de roble yacían mapas, flechas marcadas y líneas rojas recientes.
— ¿Algo importante, mi señor? —preguntó el más joven.
— Sí. Se nos pide reforzar la vigilancia sobre los comerciantes que entran desde la frontera norte. En especial los de sangre mixta.
— ¿Por orden del rey?
— No. Por orden de su hermano. —Tharonel lanzó el pergamino sobre la mesa—. Vaelharion firma con un cuervo negro. Pero no soy ciego. Ni ingenuo.
En lo alto del bastión de Nerwenar, una fortaleza olvidada sobre los riscos que custodiaban el lago Vanúril, los muros se vestían de musgo y soledad. Allí, en una cámara que antaño fue altar de los Señores del Bosque, el mismísimo Vaelharion meditaba en la penumbra.
Estaba de pie frente a un ventanal sin cristal, donde el aire olía a piedra húmeda y savia congelada. Llevaba un jubón de terciopelo oscuro, tan negro que la luz parecía hundirse en él. El cuello era alto, casi hasta la mandíbula, ribeteado de hilos plateados. Sobre sus hombros descansaba una capa de brocado gris, con bordes en espiral y un broche de ónix en forma de cráneo de ave.
Sus ojos eran grises como el cielo antes de la tormenta. Fríos, atentos. Sus labios, finos y siempre ligeramente curvados en una sonrisa que nunca era del todo amable.
Ante él, un grupo de cuatro hombres de túnicas oscuras se arrodillaba en semicírculo. No eran soldados. No eran clérigos. Y desde luego, no eran parte del consejo real.
— La presencia ha sido detectada, mi señor —dijo uno de ellos, con voz hueca—. El fulgor esmeralda descendió sobre Eärdelin, como predijeron los fragmentos, y aterrizó en una granja no muy lejos de aquí.
— ¿Y la criatura? —preguntó Vaelharion sin moverse.
— Oculta. Criada por manos aldeanas, lejos de los ojos del rey. Pero los árboles ya hablan. Sus hojas tiñen distinto donde ella pisa.
Vaelharion cerró los ojos un instante. Una brisa helada cruzó la sala, aunque no hubiera ventanas abiertas ni tormenta fuera.
— Bien. Dejadla crecer. A veces, es más útil un árbol que una semilla. Y el trono, al fin y al cabo, no es más que un asiento... vacío cuando nadie mira.
El viento acariciaba los prados del claro como un susurro ancestral, removiendo las copas de los árboles con dedos invisibles. El sol del atardecer se filtraba entre las nubes tenues, pero allí, en ese instante suspendido, todo pareció detenerse.
Aëlya Narvionel se llevó una mano, de nuevo, al rostro, tras sentir que este comenzaba a gotear sudor, pero no era esto último. Sus dedos, finos y temblorosos, se mancharon con la sangre que brotaba en pequeños surcos de sus mejillas. Los ojos, como dos estanques de plata, se abrieron de par en par, no tanto por el dolor como por la incredulidad.
— ¿Qué... qué has hecho? —susurró, más a sí misma que a la criatura que tenía frente a ella.
Kiraki, la niña de escamas verdes, retrocedió un paso. Su rostro aún era el de una niña pequeña, de mejillas redondeadas y ojos grandes, pero los pequeños cuernos que asomaban tímidamente entre su cabello oscuro y las uñas largas, curvas y nacaradas, la convertían en algo más. Sus pupilas, rasgadas, temblaban con la mezcla de miedo e instinto.
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Editado: 29.05.2025