Las Crónicas de Rhionen | El despertar de los dragones

CAPÍTULO 3 · La corona entre los campos ·

El retumbar de cascos rompió la quietud del valle como un tambor ceremonial. Al menos una docena de jinetes cruzaban la senda de tierra que llevaba a la granja Erkariel, envueltos en capas de terciopelo azul noche y armaduras bruñidas que reflejaban la luz del sol como espejos encantados. El estandarte real ondeaba entre ellos: una hoja ardiente sobre un río de plata, haciendo clara referencia al río sagrado que surcaba desde las más altas montañas de Rhionen hasta desembocar en Mar Maldito, allá donde las aguas llamaban a la locura en forma de cánticos ensordecedores.

Kareliya lo vio primero desde la ventana de la cocina, donde pelaba raíces de pariniel para la sopa. No gritó, ni corrió. Solo cerró los ojos un instante, apretó los labios y dijo con serenidad:

— Krivar... viene el rey.

El granjero, que estaba reparando una bisagra con su hijo Kior sentado en el regazo, alzó la vista de inmediato. La preocupación se reflejó con rapidez en su rostro, sudoroso tras el agotamiento después de dos horas de trabajo forzoso (a veces su mujer tenía un fuerte carácter...). Sus manos callosas dejaron la herramienta con esmero, y con el mismo cuidado, pasó al pequeño a los brazos de su madre. Una expresión de asombro y temor se dejó ver en su mirada en cuanto volvió a la realidad.

Miró de reojo a la princesa.

— ¿Aëlya...? —preguntó, casi para sí.

La princesa, sentada junto al fuego, con una manta sobre los hombros y una infusión en las manos, que le había preparado con mucho amor Kareliya, levantó la cabeza. La herida de su rostro estaba mejorando, pero la inquietud latía en sus ojos como una brasa.

Rarika, en la esquina del recibidor, cerró su libro con suavidad. Karvë ya estaba de pie, junto a la puerta, con el mango de su espada de práctica entre las manos. Casi era costumbre para ella estar en alerta, o eso le enseñaban en la Academia: "el enemigo acecha en cualquier sombra".

Krivar inspiró hondo.

— Abramos la puerta. Que no se diga que los Erkariel no reciben a su rey con dignidad.

El primer pie en tocar la tierra del umbral fue el del propio rey Tharion Narvionel.

Vestía un jubón de brocado marfil, con hilos dorados que dibujaban ramas entrelazadas. Su capa, larga y pesada, caía sobre sus hombros como la noche en la costa. La corona, discreta, era una cinta de plata adornada con tres hojas de nácar. Al rey Tharion nunca le gustaron las abundancias. Sus ojos, grises y firmes, se suavizaron apenas al ver la figura de su hija al fondo de la estancia.

— Aëlya —dijo, y su voz fue un eco cálido entre las vigas de madera.

Cuando sus miradas se cruzaron, al joven rey se le escapó un suspiro de alivio.

La princesa se puso en pie. Lenta, con la compostura que le habían enseñado desde que era capaz de caminar, pero con los labios temblorosos.

— Padre...

Krivar hizo una reverencia algo torpe, mientras Kareliya tomaba de la mano a Kior, que sonreía sin comprender.

— Majestad —saludó el granjero—. Bienvenido a nuestra casa, aunque no esperábamos tan noble visita.

El rey asintió, con solemnidad.

— Vengo por mi hija... y por algo más.

Aëlya caminó hasta él sin pensar en sus ropas rurales, prestada por su vieja amiga Karvë, sin prestar atención a la manta que aún llevaba sobre los hombros. El protocolo se quedó en el umbral, como una hoja caída por el viento. Cuando estuvo lo bastante cerca, su padre abrió los brazos, y ella se arrojó dentro de ellos sin más palabras.

Estar cerca de él siempre la había hecho sentir protegida. Nadie se atrevería a cruzar una sola mala palabra contra ella mientras su padre siguiese vivo. Ya había manifestado más de una vez que por ella cruzaría mares, derrotaría ejércitos y rompería profecías. Su hija era lo único que le quedaba tras aquel fatídico día...

El rey la sostuvo con fuerza. Apretó los ojos, como si así pudiera retenerla, protegerla de todo lo que aún no entendía. Su capa envolvió a la princesa como una promesa silenciosa.

— ¿Estás bien? —murmuró él.

Ella asintió contra su pecho.

— Lo estoy... Me han cuidado bien, padre.

Cuando se separaron, Tharion la sostuvo por los hombros, examinando su rostro. Los arañazos ya eran casi cicatrices. Esa era una de las ventajas de ser elfo que tanto ansiaban sus oponentes: las heridas se curan rápidamente.

Los ojos del rey se estrecharon con una mezcla de angustia y juicio.

— ¿Quién te hizo esto?

Aëlya guardó silencio. Giró apenas la cabeza en dirección a la puerta trasera, más allá del huerto. El encuentro con aquel extraño ser le había supuesto pasar por un mal rato, pero más allá de eso, no había sufrido graves consecuencias. Y la familia Erkariel siempre se había portado bien con el pueblo. Si ocultaban a aquella criatura, sería por una buena razón.

Aun así... con su padre delante, lo veía todo distinto. Pese a que consideraba inofensiva a aquella cosa extraña que la agredió, tampoco quería defenderla.

Krivar tragó saliva.

— No fue por malicia, Majestad —intervino con voz serena pero tensa—. Fue... instinto. No entendía lo que veía. Ni ella, ni vuestra hija —añadió titubeando.

El rey lo miró entonces. Por primera vez desde que entró en aquella casa sencilla y llena de cachivaches propios de niños, sus ojos buscaron los de Krivar con atención. El fuego de la chimenea emitía un sonido relajante al que nadie prestaba atención, y el pan de arkora horneándose en el horno tampoco parecía abrirle el apetito a ninguno de los presentes.

— ¿Ella? ¿Vuestra hija? —el rey parecía no comprender.

Krivar no respondió al instante. Fue Kareliya quien se atrevió a hablar, caminando con Kior en brazos y manteniendo la cabeza y las puntiagudas orejas en alto.

— Kiraki.

El nombre quedó flotando en el aire como un dardo sin disparar.

Aëlya parpadeó y pegó un brinco en cuanto hiló un asunto con otro.

—¿Kiraki...? ¿Cómo sabéis su nombre?




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