La familia Erkariel junto con Aëlya, cenaba alegremente mientras compartía el pan solar de las colinas y cataba con suma delicadeza el plato especial de la noche, preparado con amor por Kareliya. Se demoraban en disfrutar cada pedacito de carne, saboreando en profundo el Rakout al corzo. Incluso la princesa parecía sorprendida por la riqueza de los sabores que explotaban en su boca, como si fuese la primera vez que los hubiera probado. Obviamente no era la primera vez, pero desde luego estaba hecho con mucho más amor y dedicación.
La joven elfa de cabellos largos y oscuros como el alma de un akihr, Kareliya, miraba a Aëlya atentamente, pendiente del más mínimo cambio en el comportamiento de la princesa. Le preocupaba que pudiese echarse a llorar de un momento a otro. "Cosas de niños, supongo", se decía a sí misma en busca de consolación.
— Linaël thirien, naelorien en'moriel —soltó de pronto Krivar en élfico antiguo mientras levantaba una copa llena de vino y encaraba su tripa graciosamente.
Kareliya fue la primera en unirse, y después siguieron Karvë y Aëlya. Rarika no pudo brindar porque todavía era una elfa joven, así que se limitó a levantar su zumo de manzana sin dejar de mostrar que estaba ligeramente molesta.
Tras eso, las pequeñas ayudaron a recoger la mesa mientras el padre de familia se encargaba de preparar la leña. A pesar de que la estación floral estaba cerca de comenzar, las noches todavía eran frías y desesperantes si no tenías una buena manta en casa.
— Tenemos visita —anunció Rarika con la cara tras su cuaderno y sus orejas puntiagudas levantadas.
Eso puso en alerta a todos, quienes se acercaron a la entrada. Karvë ya se estaba preparando para una emboscada: se colocó al lado de la puerta para que, cuando entrasen, fuese la primera en poder atacar. Pidió a los demás que se escondiesen y se apresuró a agarrar la daga que tenía en el cinturón.
Kior, por suerte, no se percató de nada anómalo, ya que dormía plácidamente en su cuna, tallada a mano por Krivar. Era de madera de serelva, un árbol de savia luminosa que solo crece cerca del bosque de Rukhara. Con formas suaves, curvadas, como hojas entrelazadas. Y estaba adornada con motivos de estrellas, espirales de viento y flores nocturnas.
— No entiendo por qué va a embestir contra Kiraki y Ruthkar —murmuró Karvë como si fuese el comentario más normal del mundo, escondida con sus padres tras el sofá.
Krivar y Kareliya se buscaron con la mirada con la velocidad de un rayo. Sus ojos, desorbitados, gritaban en silencio que debían frenar a su hija mayor.
— ¡Karvë, esper...! —gritaron ambos padres al unísono mientras se levantaban de golpe, pero fue un intento fallido.
Karvë ya se había lanzado contra la medio dragón y el brujo, haciendo a este último tropezar y caer al suelo. La joven elfa se abalanzó sobre él y, justo cuando iba a clavar su pequeña daga, Aëlya salió de su escondite para frenarla. La elfa granjera pronto cayó en la cuenta de quiénes eran y su piel se tornó poco a poco con un tono rojizo, avergonzada.
Krivar, paralizado y envuelto en dudas, fue incapaz de pronunciar palabra. ¿De qué sería capaz el brujo tras aquello? Él nunca se había visto en una tesitura parecida, ya que gracias a los dioses, su familia había conseguido mantenerse al margen de todo aquello que considerasen de moral sospechosa.
Sin embargo, pese a que todo parecía desembocar en una situación completamente distinta, el brujo se limitó a levantarse del suelo y a sacudirse el traje de lino grueso teñido con barro volcánico y tintes de hojas oscuras.
Tras incorporarse, aquel hombre tan volátil, miró a todos uno por uno mientras entrecerraba los ojos declarándoles la guerra con la mirada. Y aunque sonaba a amenaza verdadera, solo dijo:
— Solo venía a traer a Kiraki, pero supongo que tendría que haber avisado antes —se sacudió la túnica y se la alisó como pudo con la ayuda de las manos.
La tensión aflojó en cuestión de segundos. Incluso parecía que Krivar había perdido tripa tras esos terroríficos momentos. Carraspeó la voz y fingió no haber estado preocupado porque sus vidas iban a correr peligro apenas unos minutos antes.
— Oh, b-bueno... —titubeó el granjero mientras se rascaba parte del cuero cabelludo.
— Pues sí, la verdad, porque ya hemos cenado y todo —se oyó decir a Rarika, por lo que su familia se giró a mirarla desafiante.
El brujo soltó una carcajada inesperada, dejando a todos boquiabiertos. Incluso Rarika parecía incómoda ante todo aquello.
Aëlya aprovechó para observar detenidamente a la misteriosa medio dragón. Dos cuernos curvados ya formados sobresalían de su frente, su piel era brillante, sí, aunque no tanto como le había parecido bajo la luz de un sol reluciente como el de esa tarde del ataque. Con cuidado, la miró de arriba abajo. Tenía algunas escamas con reflejos verdes del color de la esmeralda recién pulida, y unas garras tan largas como las de un rukkh.
La princesa tragó saliva al saber que esas garras la habían atacado, pero se negó a dejar de examinarla. Cualquier detalle era clave para mantenerse alerta en posibles reyertas futuras.
El cabello de Kiraki era negro y estaba recogido en una coleta alta con algunas trenzas sueltas, pero lucía unas mechas verdosas, que no parecían hechas al extraer minuciosamente el pigmento de una flor. No, ese color había nacido con ella. Frunció el ceño y siguió con el examen ocular.
Los ojos, a los que ya no se atrevía a mirar directamente, eran como un brillo de gema viva, más grandes de lo normal. Y en lugar de pupilas redondas, tenía dos pequeños diamantes negros. Su nariz no parecía del todo normal, ya que se asemejaba bastante a la de un gato. Sus dientes afilados se escondían tras unos labios carnosos y donde deberían ir las cejas, tenía pequeñas escamas que sobresalían de su piel.
Pero lo que definitivamente afirmaba que no podía ser una elfa, eran sus orejas. No eran puntiagudas ni largas, sin embargo, tampoco eran pequeñas. Eran extrañas, eso seguro.
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Editado: 29.05.2025