Cuando escuchó las palabras del brujo, Kiraki dio un respingo en su asiento y se removió, incómoda. En esos momentos no sabía qué hacer o decir, ¿acaso iban a por ella? Motivada por la idea de huir constantemente, se levantó de golpe. Parecía que su cuerpo iba más rápido que su mente, casi no tenía poder sobre él y, por mucho que quisiese ejecutar otra orden, no le obedecía.
Pero solo llegó hasta la puerta, donde se encontraba Karvë sujetando la daga.
— ¿Me... me vas a hacer daño? —preguntó Kiraki con una voz temblorosa y llena de tristeza. Apenas podía gesticular palabra con los nervios aflorando en cada poro de su piel escamosa.
La elfa enarcó las dejas y miró hacia abajo, donde se percató de que todavía no había soltado su pequeña arma. Carraspeó la voz y la volvió a meter en el cinturón. Tuvo la sensación de que el corazón le daba un vuelvo y sus mejillas se tornaron rojizas.
— Nunca lo haría —respondió Karvë—. Somos hermanas, ¿recuerdas?
Kiraki la miró fijamente por unos segundos, pero no dijo nada. La situación le había sobrepasado de manera que no sabía cómo confrontarla, y solo quería escapar de allí. Pero no creía a Karvë.
Hermanas, pero con limitaciones por ser... diferente.
Se sentía traicionada por su propia familia, como si no supiese con quién había compartido hogar todos esos años. Todas las tardes delante de la chimenea de hierro, conversaciones que se repetían en su memoria con un eco nostálgico, risas a carcajadas a causa de los horribles chistes malos de Krivar, secretos compartidos con las que consideraba sus hermanas... Todo le parecía falso ahora. Una pantomima digna de un juglar.
Un hormigueo se apoderó de sus labios, los que tuvo que morder para intentar retener las lágrimas, que querían brotar de sus anaranjados ojos con pupilas en forma de diamante. Cuando sintió la piel dura alrededor de su boca, no pudo resistirlo más y dejó escapar a cada lágrima que había estado secuestrando. Cada trozo de su extraña piel la hacía sentir diferente al resto. A su familia.
Karvë se apresuró a abrazarla y ambas se fundieron en el momento, eterno en sus memorias.
Kareliya observaba la escena con suma preocupación. Se mantuvo en alerta a cada segundo que pasó, tratando de no intervenir para no empeorarla, pero finalmente se vio obligada a ver como partía su retoño, su medio dragón. La niña caída del cielo. A quien no había engendrado pero sí cuidado desde que era un bebé.
Y ahora se iba, sin despedirse de ella.
Kareliya se desplomó en el suelo y un ruido sordo sonó en la estancia.
La escena sucumbió a los llantos, y después, un silencio total...
Oculta en un valle montañoso al norte de Raknor, donde las nieblas se aferraban al suelo como un manto de fantasmas, se alzaba la antigua mansión de Velthuriel Narvionel. Fue erigida en tiempos de la Gran Guerra Mágica como puesto de retiro y estudio para los altos señores elfos, pero ahora su esplendor había sido reemplazado por un silencio espeso y murallas desgastadas por el tiempo.
El camino hasta ella serpenteaba entre riscos, atravesando puentes de piedra ennegrecida y flanqueado por árboles retorcidos que apenas dejaban pasar la luz. Desde la distancia, la mansión parecía formar parte de la roca misma. Solo los ojos atentos distinguían los arcos tallados con escritura élfica borrada, las gárgolas sin rostro y las torres cubiertas de hiedra oscura.
El interior, aunque en apariencia abandonado, respiraba una vida inquieta. El salón principal conservaba un trono de raíces petrificadas, cubierto por una tela verde grisácea que ondeaba con corrientes que no deberían existir. Los pasillos eran largos, desnivelados, con tapices desgarrados por las garras del tiempo y estatuas cuyas miradas parecían cambiar con el paso del visitante.
Velthuriel habitaba estas estancias como un señor de ruinas. Su dormitorio estaba iluminado por una única vela que nunca se consumía, y su estudio —bajo llave de madera viva— contenía mapas antiguos, códices sellados y un espejo cubierto que nadie había osado descubrir.
Las noches en la mansión estaban marcadas por crujidos que no provenían de la madera, luces que se encendían solas y susurros que a veces repetían un solo nombre: Tharion.
— La criatura ha desaparecido de la faz de Rhionen —soltó una voz que sonaba a ultratumba apareciendo de la nada.
Su figura apareció sumergida en un halo de humo negro, que le rodeaba estratégicamente para ocultar su rostro a... desconocidos.
Un escalofrío recorrió la espalda de Verthuriel en cuanto le reconoció. No se dignó a girarse. No quería mostrarle ni un ápice de humanidad. El ser de las sombras se limitó a esperar una respuesta, y como no la obtuvo, se esfumó tal cual vino a los pocos segundos.
Una vez el elfo se quedó solo, desenvainó su espada y la lanzó por los aires con una fuerza descomunal. Un chirrido agudo y estridente resonó por todo el recibidor como un grito de metal al rozar la aspereza de la piedra, seguido de un clamor desgarrador que por un momento pareció que iba a romper las paredes de la mansión.
— Lëtharion envalë tiriën... —gruñó Verthuriel con las manos cerradas en puños, tan fuerte que las venas habían adquirido un color zafiro, recalcado todavía más por el contraste de su tez casi pálida.
— ¿Qué es lo que os va a costar caro? —se atrevió a preguntar Tharonel vestido con su característica armadura ceremonial.
Verthuriel se giró con la velocidad de un rayo que cae con ímpetu sobre un árbol aislado y fulminó con la mirada al capitán. Jugó un poco con su saliva y finalmente lanzó un escupitajo lleno de secreción nasal que aterrizó en el suelo con violencia. Tharonel reflejó una mueca de asco en su rostro.
El señor Narvionel no había percatado en la entrada de su amigo por culpa de aquel intrometido ser, quien se creía en el derecho de invadir la intimidad de uno solo por tener el poder de hacerlo.
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Editado: 29.05.2025