Al ala este del palacio de Raknor, en la Sala de Piedra Saliente, se encontraba la cámara ceremonial reservada para capitanes, sabios o figuras de gran honor fallecidas. Normalmente estaba cerrada al público general, pues el acceso se limitaba a miembros del círculo íntimo del difunto y a guardianes del linaje real.
Allí, entre muros de piedra caliza blanca pulida, suelo liso de losas oscuras y un bajo techo abovedado, se encontraba Elandria Telwen. Llevaba su canoso cabello recogido en un moño bajo decorado con pétalos verdes, y ese día había decidido visitar a su ya difunto marido con el vestido que llevaba puesto el día que lo conoció.
Con el corazón en un puño, retuvo las lágrimas que amenazaban con caer. Un elfo no podía llorar en un funeral, así que ella honraría a Tharonel hasta el último momento. No lloró ni un segundo.
Ni siquiera cuando su hijo, Thalen, cogía una rama para afilarle la punta con su vieja navaja heredada. Como madre, podría mostrarse preocupada, pero solo era parte de la ceremonia. El primogénito debía derramar su sangre sobre un objeto que perteneciese a la naturaleza y dejarlo encima del cuerpo del fallecido. De esta manera, en el más allá, Tharonel nunca estaría solo.
Elandria apretó los labios cuando vio que su hijo dejaba la rama y se inclinaba hacia su padre, trazaba algo en la piedra con las yemas de los dedos y le susurraba lo siguiente:
— Que el susurro de los árboles te acompañe siempre —Thalen se había despedido según las tradiciones élficas.
Observó a su hijo minuciosamente, en parte orgullosa por su educación y valores, en parte dolorida por la carga repentina que caía sobre los hombros de aquel tan inocente muchacho. Se llegó a preguntar en qué momento había crecido tanto, y por qué parecía que apenas lograba recordar momentos tan felices como cuando él nació.
Lo abrazó en cuanto se plantó a su lado y dejó que se sumiese en sus brazos, protegiéndole.
No sabía muy bien de qué, pero estaba claro que alguien había destinado a Tharonel a tan cruel final sin ser ese su sino predeterminado. Y ellos podían ser los próximos.
Él era un hombre noble, con valores, valiente y adoraba a su familia.
— ¡Él no se merecía que le cortasen la cabeza, por los dioses! —exclamó de pronto la angustiada mujer, casi sin poder controlarse.
Como si las palabras fueran una sentencia de muerte, o una amenaza. Pero resonaron por todo el palacio como si de un ser de ultratumba se tratase. Algunos dirían que hasta la piedra tembló del miedo.
Hasta el momento, habían tratado de evitar el tema. Era un suceso demasiado traumático para ambos, sin saber muy bien cómo confrontarlo. Rhionen no se caracterizaba por ser una región peligrosa, al contrario. Era lugar de refugio para ciertas razas.
Allí, posados frente al cuerpo de lo que un día fue Tharonel Telwen y entre ramas perfumadas de sëvalh, Elandria evitó a toda cosa cerrar los ojos. Cada vez que lo hacía, imágenes fugaces pasaban por su cabeza, persiguiéndose unas a otras. Lavando el cuerpo de su marido, pero ahora con un tacto frío y extrañamente tenso. Como si fuese algo artificial. Gotas de sangre cayendo al cubo de agua, ella metiendo la mano para limpiar el trapo de nuevo. Imágenes rápidas vistiendo a su marido con sus ropas más sencillas de lino natural, pese a que al elfo le gustaba lo exuberante en cuanto a armaduras, sin embargo así eran las tradiciones: esa prenda era la más antigua que preservaba. De hecho, fue herencia familiar. Y la prenda más antigua, es la que se debe llevar al más allá, porque es la más personal. La que mejor puede protegerte de cosas oscuras e innombrables...
Recordaba también, de manera constante y dolorosa, cada vez que el hilo atravesaba la piel de su marido, pero necesitaba unir de nuevo la cabeza con el tronco. Algo que le resultó sumamente complicado, ya que ella no era curandera. Pero era una mujer entregada a su marido, hasta el final. Hizo un trabajo minucioso, aún estando con la angustia y las náuseas amenazando con explotar por cada agujero de su delicado cuerpo. Sensaciones que pronto se convirtieron en rabia y frustración, impotencia... y sed de venganza.
Vio en su hijo algo más que un hombro en el que llorar.
Vio en su hijo un arma contra Verthuriel Narvionel.
***
Dentro de Lorenhil, todo estaba demasiado tranquilo. Casi como si fuese una ley no escrita permanecer en silencio por los pasillos de la academia. Karvë caminaba segura, con su amiga Thëlya siguiéndole el paso con dificultad, incluso jadeando.
— ¿Tanta prisa tienes? —refunfuñó la amiga de la granjera, teniendo que hacer una pausa para recobrar el aliento— ¡Esta academia es enorme y mi padre se hospeda lejos! Despiadada...
Karvë soltó una pequeña risa, más por compromiso que porque realmente le apeteciese, y le dio unos segundos para que descansase de lo que parecía para Thëlya una maratón.
— Además... —añadió la hija del Maestro entre suaves gemidos mientras se recomponía del todo—, ¡quedan dos lunas llenas todavía!
— Lo sé —dijo Karvë, y miró en dirección a su destino, nerviosa. Su pierna comenzó a dar pequeños golpes en el suelo, declarando su impaciencia.
Thëlya resopló, y con eso levantó el mechón de pelo castaño que siempre se le quedaba suelto. Intentó advertir de nuevo a la pelirroja, pero fue en vano. Ambas avanzaron por los pasillos suspendidos en el aire gracias a antiguos hechizos. No tenían paredes, sino que estaban flanqueados por columnas de madera viva, cubiertas de enredaderas que mudaban de color con cada estación
Ese día predominaba el ocre.
Karvë se tomó un segundo para inhalar profundamente: el ambiente olía a madera mojada, tinta vegetal y flores de niebla. Una media sonrisa apareció en su rostro.
Recordaba el primer día allí, cuando apenas empezaba a coger su primera espada de madera. Torpe, se tropezaba con sus propias manos. Le daba vergüenza admitir que ella quería formar parte de la Guardia Solar, así que se limitaba a decir que quería ser granjera, como sus padres.
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Editado: 29.05.2025