Las desventuras de Madame D

♦ Uno ♦

El carnero de Aries me perseguía enloquecido, con una furia asesina en sus ojos y una velocidad increíble. Estuve obligada a levantarme de mi asiento en el puesto de la redacción para salir corriendo. 

Tuve que patear del camino a la balanza de Libra y golpear a la chica de Virgo con mi bolso, para que me dejaran seguir. 

Distraje a la cabra de Capricornio arrojándole el jarrón de Acuario, antes de que los rugidos de Leo se sintieran con más fuerza desde la oficina de Marketing. 

Cuando iba llegando al final del pasillo, un escorpión gigante me impidió seguir hasta los ascensores. Lo mejor fue que cambiara de dirección antes de que me hiciera su presa. 

La flecha de Sagitario me dio en plena nalga izquierda cuando me subí a la silla vacía de un escritorio y salté hacia el otro lado, para caer encima de una de mis compañeras y pisotearle sus carpetas con mis tacones de veinte centímetros. De alguna forma, estuve segura de que medían menos de la mitad cuando me los puse antes de salir. Estaban creciendo. Y cada vez más. 

Me moví con dificultad hasta la vía libre, entonces vi al gigantesco Tauro, todo terquedad y decisión. No iba a dejarme salir de allí. Al darme la vuelta para escapar hacia el lado opuesto, mis tacos, que ya medían medio metro, resbalaron con los dos pececitos de Piscis.

Caí despatarrada sobre la alfombra, mientras los hermanos Géminis se reían a carcajadas de mi mala suerte. Para colmo, desde el techo bajó un megáfono gigante, con una voz mecánica que comenzó a hablarme. 

—Los astros le dicen: Cuide la salud, está trabajando demasiado últimamente. El amor viene un poco flojo, no sea terca y acepte la invitación del chico del otro día. Una buena, el dinero va en ascenso, solo consiga en qué gastarlo. Y la frase de la suerte para esta semana es: Mejor pájaro en mano, que cien volando... 
Cien volando... volando... volando...


 

—Deja de volar, Delfina —me llamó otra voz masculina, pero más humana—. ¡Hey!
—Yo creo que colapsó —dijo alguien.
—Debe estar muerta ya —dictaminó otro, en tono autoritario—. Apártala del escritorio, busca alguien que la reemplace. Cuando lleguemos al cierre de edición, llamamos a la familia y que le hagan el entierro.

 

Entonces abrí los ojos y levanté la cabeza de la dura superficie del escritorio.

—¿Entierro? —balbuceé—. ¿Qué?

Recién en ese momento pude enfocar la vista y darles una identidad a las voces intrusas. La primera, la única que sonó con algo parecido a la preocupación, fue la de Sergio Ledesma. Él era el director de arte de la revista y siempre estaba en la oficina que quedaba frente a mi puesto de trabajo.

La segunda voz era la de mi compañera de escritorio, Elisa Mores. Ella era la pelirroja acomplejada por su metro sesenta, que compensaba el asunto con sus escotes y personalidad arrolladora. Era la encargada de la sección del consultorio amoroso. Era increíble cómo lograba responder toda clase de dudas con su amplia sabiduría sexópata. Es decir, siempre les recomendó a sus lectores que fueran por todo, sin importar la situación-estado civil-diagnóstico psiquiátrico del candidato.

El último, el de la voz de mando, era Santiago Ledesma, nuestro editor en jefe, el pie cuya pisada todos teníamos marcada en nuestras espaldas hasta el cierre de edición. El jefecito calenturiento, en todos los sentidos. Porque así como te desnuda con la mirada, te deja knock out con mil tareas imposibles a un plazo más imposible de cumplir. El jefecito hot. Ah, si se fijaron bien, tiene el mismo apellido de Sergio.

Es que son hermanos. Gemelos. Los dos igual de sexys, con sus metro ochenta y tantos, sus espaldas anchas, sus duras cabezas rubias y sus ojos verdes. Los dos igual de viperinos cuando quieren pedir algo, pero Sergio sí tiene un mínimo de educación para hablarnos.

—Ah, respiras todavía —dijo Santiago y me echó un vistazo general antes de dar media vuelta—. Más te vale tener listas las secciones para esta tarde, o saldrás del edificio con los piecitos para adelante. —Al retirarse, alzó las manos y batió palmas al aire con el fin de alejar al resto de los curiosos que se habían amontonado alrededor de nosotros—. ¡Vamos, vamos gente! Aquí no pasó nada, a trabajar.

Todos se marcharon, algunos lamentando en voz alta la falta de sangre derramada por el hecho de que «la nueva» se hubiera dormido en su escritorio en pleno horario de trabajo. Elisa prometió traerme un poco de su súper energizante con guaraná y cafeína, a lo que Sergio agregó una simple inclinación de cabeza.

Ah, porque no les dije. «La nueva» era yo. No llevaba un mes trabajando en este lugar y ya sentía el cansancio pesándome horrores. Mis curvas habían desaparecido por la falta de comida decente, mi orgullosa melena castaña se había convertido en una maraña de frizz que tenía que ocultar con gorros y mis ojos se habían vuelto dos pozos oscuros, sostenidos por sendas ojeras.




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