Para la una de la mañana, aquello parecía una fiesta de mis primeros tiempos en la facu. Incluyendo lo de mi visión borrosa y la parejita que encontré haciendo ya-saben-qué en uno de los baños.
Recuerdo que Elisa se me acercó, con la camisa puesta del revés, y me dio un abrazo. Creo que estaba tan borracha que también me emocioné.
—¡Bienvenida a la familia de la libreeetaaaa! —me gritó en el oído, por encima de la música de G-Dragon, que ya venía perforándome el tímpano—. ¿Qué te parece nuestra tradición del permiso mensual? El jefecito nos deja destrozarle el apartamento, a cambio de nuestras vidas el resto del mes.
—Es genial —empecé a decir, con sinceridad.
Hacía mil años que no salía, mi vida social era un desastre desde que estaba intentando recibirme. Y, en ese momento, no tenía dinero, ni tiempo para la tesis. Mi nueva amiga siguió hablando.
—¡Claro que es genial! Vas a ver que, si logras pasar la prueba, le caerás bien a todo el mundo.
Sonreí y la sostuve para evitar que cayera sobre una mesita llena de frituras y copas a medio beber.
—Ya lo logré —le recordé—. Estoy a salvo. La primera edición está lista y no cometí errores. Además, Santiago me felicitó por mi trabajo. ¡Lo hice!
Entonces noté que ella me miraba con lástima y fruncía la boca antes de hablarme con un tono cuyo significado no supe descifrar bien.
—Ah, pobrecita. No me refiero a esa prueba —explicó, acercándose más y como si temiera que alguien la escuchara en medio del ruido—. Esta no es la única tradición que tenemos, ¿sabes?
De pronto se detuvo, dubitativa y mirando a nuestro alrededor.
—¿Otra tradición? ¿Cuál es?
—Hay algo que... Solo que no estoy segura de lo que harán esta... Ah, no tengo idea. Nos vemos mañana.
—No te preocupes, no puede ser peor que el cierre de edición —opiné, con pura confianza etílica.
Elisa pareció rendirse en su esfuerzo por decir algo y, cuando me saludó, volvió a aturdirme con un grito directo a mi oído.
—¡Cuídate mucho!
Acto seguido, se marchó del brazo de uno de los chicos de maquetación. Estaba muy, muy bebida, así que no tomé en serio lo que dijo. Tampoco es que hubiera podido entender demasiado, entre los balbuceos y todo el misterio innecesario.
***
Para las dos a.m., creo que ya bailaba sola en medio de la sala, descalza y con los brazos en alto. La electrónica siempre me trajo recuerdos de mis salidas con amigas, por más que no la entienda demasiado. Con que tenga un poco de ritmo me conformo. Yo empiezo a saltar y el resto se hace por su cuenta. En eso estaba, cuando la mitad terrorífica del dúo sensual me puso una botella de vodka en la mano y proclamó a grito pelado algo así como:
—¡Por nuestra nueva pasante y futura colega! Con gente tan joven y capaz, el futuro de la profesión está a salvo. ¡Levanten esas copas! —Y señaló con su dedo acusador a uno de los reporteros freelances que estaba acurrucado en un sillón con una secretaria—. ¡Hey, Martínez, saca esa mano de ahí por un segundo para brindar! ¡No conmigo! ¡Al aire nomás, asqueroso!
No me pregunten la razón, sé que lo miré y me quebré. El pico de adrenalina me había abandonado mucho antes, entre las pizzas y el baile, entonces solo quedaban los nervios y el cansancio. Lo abracé y lloré de felicidad.
Y como en un sueño, el resto levantó las copas y brindó por mí. La sensación fue increíble. Estaban aceptándome. Las bestias de la selva me estaban haciendo un pequeño espacio entre ellas. Creo que aullé, o algo por el estilo. La música se reanudó con más fuerza, el jefecito me dio una palmada en la espalda y Sergio me miró desde la otra punta de la sala con un brillo que no entendí pero me hizo el efecto de otro subidón de euforia. Volví a saltar, esta vez en una ronda con otros compañeros, no podía parar de reírme. Estaba feliz, pensé que podría acostumbrarme a trabajar como loca si la cosa terminaba así todos los meses.
Eso es lo último que recuerdo, después todo se fue a negro.
***
Al día siguiente no tenía que trabajar, era domingo, y se nos daba un descanso además por el logro del cierre y previendo los resultados de la fiesta. Otra tradición. Desperté, sintiendo que cada centímetro de mi cabeza era atravesado por pequeñísimos alfileres. Estaba sobre la alfombra, en una habitación desconocida, el doloroso resplandor de la mañana iluminaba el lugar lleno de botellas, etiquetas de cigarrillos y restos de objetos rotos.
«Vaya descargo», pensé. «Con razón trabajan con tantas ganas después. Así cualquiera ».
Intenté moverme para ir al baño, pero al dolor de cabeza se sumó una resistencia externa. Algo atravesaba mi cintura y me anclaba al suelo alfombrado. Ahogué un grito cuando comprobé que era un brazo. Había alguien medio desnudo durmiendo a mi lado, abrazándome. Me incorporé muy despacio, con mi estómago a punto de salir por la boca.
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amor en el trabajo, nadie es lo que parece, rumores jugosos de oficina
Editado: 07.08.2018