Las desventuras de Madame D

♦ Cuatro ♦

Para el lunes siguiente, entré a la redacción fingiendo estar demasiado ocupada con el móvil como para responder preguntas. O mirar a los ojos a alguien. Hice la ronda de cafés para todos hablando, con el teléfono apagado, de algún supuesto encargo que tenía que completar. Lo cierto fue que nadie me hizo demasiado caso. Era como si todos hubieran vuelto a sus poses erguidas y llenas de presiones laborales.

Aunque noté algunas miradas más cargadas de irritación que de costumbre, no escuché que se mencionara nada sobre mi vergonzosa salida del apartamento del jefe. O sobre cómo corrí fuera de allí con mi ropa en la mano y envuelta en una sábana.

Les comento que huí, realmente desnuda, apenas salí del baño. Me vestí en el ascensor y me pegué tremendo susto cuando me tropecé en brassier con el guardia de seguridad en el hall del edificio. Para sumarle escándalo, los gemelos Ledesma me perseguían en ropa interior desde el otro elevador. Si el hombre no me detuvo por mi comportamiento sospechoso, fue de milagro. O tal vez estuviera acostumbrado a esas escenas con aquellos inquilinos. Pude escaparme, es lo que importa.

De lo que no podría escabullirme sería del encuentro con ellos esa mañana. Ya tenía el telegrama de renuncia, solo debía enviarlo y desaparecer de ahí para siempre. Tendría que despedirme de medio sueldo, por no avisar con antelación, pero lo de aquel fin de semana había sido demasiado como para soportar por quince días más. Seguiría buscando trabajo.

Lamentaba, de verdad, haberlo arruinado de esa manera. No era como si fueran a llover las ofertas de empleo después. La cosa estaba difícil de por sí, como para que yo fuera y me armara un trío con los propietarios de la redacción.

Yo era Madame D, con «d» de desquiciada. Desordenada. Degenerada. Desmemoriada. ¿Por qué no me acordaba de nada? —Perdonen la rima, fue sin querer—. Si cometí el error más tremendo, inimaginable aún en mis juergas alocadas de la adolescencia, ¿cómo era posible que ni lo recordara? Al menos, ciertas partes de mi anatomía deberían haberse sentido extrañas, ¿no?

Revisé mis «cositas» cuando llegué a mi apartamento, me bañé como tres veces, pensé en ir al médico y hacerme todos los análisis posibles. Lo peor fue que, esa noche, antes de dormirme, llegaron a mí algunas memorias perdidas de la fiesta. Me vi besando y toqueteando a, por lo menos, una de las mitades del dúo sexy. Era verdad. Lo había hecho. Solo pedí que mi mente no me dejara recordar la peor parte. O la mejor, según cómo lo veamos... No, no, dejémoslo en que era la peor.

A pesar de lo dicho, confieso que ese lunes no dejaba de intentar recordar algo mientras hacía todos los mandados que me llevaran lo más lejos de los gemelos. Algo en mi cabeza estaba funcionando mal, no entendía por qué no era capaz de ir directamente al correo y echar al buzón el telegrama de renuncia. En fin, cuando no pude seguir evitando ir a mi puesto en la redacción, volví al sector que compartía con Elisa. Mi compañera me recibió como si yo fuera el bus de la selección al regreso del mundial de Brasil. Les juro que hasta tenía un cartel en la mano a modo de felicitación, improvisado en papel de impresora, que decía: «Campeona del sexo, vamos por más».

—¡Por favor, baja eso! —siseé antes de abalanzarme sobre ella para quitarle la vergonzosa pancarta.

—Oh, pero si te has convertido en mi heroína —comentó la pelirroja, entusiasmada—. ¡Quién pudiera!

—Un momento. —La detuve—. Te vi marcharte de la fiesta mucho antes de que yo estuviera borracha. ¿Cómo te enteraste?

Yo la miraba horrorizada, pero ella estuvo encantada de volver a hablar del asunto.

—¿Cómo no enterarme de la doble hazaña de Madame D? —susurró risueña—. Todos estaban hablando de eso hasta que llegaste. Aunque hay más de una envidiosa, déjame decirte, pero no les hagas caso. Lo que hiciste fue digno de un monumento.

Mi estómago se contrajo. Era el peor escenario.

—¡Oh, por Dios! —exhalé y tuve que sentarme—. Entonces sí me he convertido en la vergüenza de este lugar.

—Oye y, por casualidad, ¿pasó algo más luego de que me fui? —preguntó con cautela mi compañera—. Algo digno de mencionar.

«¿Algo más?»

—No. Es decir, no que yo recuerde. ¿Por qué?

—Qué extraño —murmuró pensativa la otra—. Se suponía que tenías que... Olvídalo. Debes haber roto con la racha, con lo que ocurrió. —Sé que no debí hacerle caso mientras hablaba de eso, es solo que no podía dejar de pensar que no tenía nada de hazaña para que lo mencionara de esa manera. Me levanté y alcé mis cosas, dispuesta a huir, cuando la pelirroja me detuvo—. Espera, tenemos cosas que hacer. ¿Adónde vas?

—Debo ir al correo a llevar el telegrama de renuncia, no sé por qué no lo hice antes. Si de todas maneras no tiene sentido llegar temprano justo ahora que...




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